El municipio es el rostro más cercano de la autoridad, la institución que debería representar la vida pública en su forma más inmediata: alumbrado, agua, seguridad, calles, mercados, parques. Sin embargo, en México se ha convertido en la trinchera más desprotegida y, con frecuencia, en el primer botín del crimen organizado. Por eso, no es casualidad que allí se concentre la violencia.

En el último año no solo han asesinado a, al menos, diez presidentes municipales, también han matado a secretarios de ayuntamiento, jefes de policía, directores de obra pública y funcionarios locales en municipios como Teocaltiche, Tulum, Ixtaczoquitlán, Paso del Macho o Linares. De enero a junio de 2025, México acumuló 253 hechos de violencia política y 112 asesinatos; más del 81% de las víctimas se desempeñaban o aspiraban a cargos municipales. En paralelo, este año han sido asesinados más de 300 policías —la mayoría municipales—, con picos en Sinaloa, Guerrero, Guanajuato, Michoacán y Veracruz. La violencia se concentra en el municipio.

Durante los últimos siete años, los municipios perdieron los pocos apoyos federales que tenían para fortalecerse, bajo el argumento del “mal manejo” de recursos. En lugar de exigir profesionalización, auditar el gasto y entregar fondos sujetos a resultados, el gobierno federal prefirió retirarlos. El resultado, predecible, municipios sin personal técnico, sin planeación, sin recursos y sin defensa.

Según la Auditoría Superior de la Federación, los municipios son el orden de gobierno con las mayores debilidades financieras e institucionales. En más de la mitad, más del 90% de sus ingresos proviene de transferencias federales o estatales, y los impuestos locales —como el predial— apenas aportan una fracción mínima. El predial en México equivale a sólo 0.2% del PIB; en países como España o Estados Unidos alcanza entre el 2% y 3%. El municipio mexicano no es autosuficiente, sobrevive con el dinero que otros deciden.

En muchos municipios, los cuerpos policiales carecen de formación, equipamiento o supervisión y no solo se trata solo de seguridad, el INEGI documenta que buena parte de los ayuntamientos no cuenta con áreas de control interno, catastros actualizados ni sistemas de agua o saneamiento propios. Son gobiernos incompletos, fragmentados, atrapados entre la carencia y la amenaza.

En ese vacío, el crimen organizado ha encontrado el terreno fértil para penetrar las instituciones. No solo cooptan policías, también se infiltran en obras públicas, finanzas, desarrollo urbano, agua y recolección de basura. A veces lo hacen con dinero o amenazas; otras, financiando campañas o imponiendo contratistas. El International Crisis Group lo resume con precisión: los municipios mexicanos son “la primera línea del conflicto” y “el punto más olvidado del Estado”. Un estudio reciente identificó más de 500 municipios con riesgo muy alto de intervención del crimen organizado en sus procesos electorales y financieros, y más de mil en riesgo alto.

Y mientras el país se desangra desde lo local, el discurso federal sigue sin mirar hacia abajo. El llamado Plan Michoacán por la Paz es ejemplo de ello; habla de justicia, educación y desarrollo, pero en ningún renglón menciona el fortalecimiento municipal. Pensando mal, uno podría creer que el objetivo no es ayudar a los municipios, sino borrarlos. Un Estado que concentra el poder y deja morir sus cimientos locales no construye paz, la administra desde arriba, mientras abajo se pudre.

Sin municipios fuertes no hay país posible. La seguridad, la justicia y el desarrollo no se decretan desde Palacio Nacional, se construyen desde cada comunidad, desde cada cabildo que hoy enfrenta solo al crimen y al abandono. Si no se reconstruye la primera línea del Estado, seguiremos contando alcaldes asesinados, secretarios desaparecidos y policías caídos. No habrá plan que funcione mientras el municipio siga siendo la frontera olvidada del poder.

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