El sistema financiero es, ante todo, un pacto de confianza. Una red que se sostiene —más allá de los balances y los reportes trimestrales— sobre la percepción pública de que las reglas se respetan, que el dinero circula con legalidad, y que las instituciones que lo administran actúan con responsabilidad. Por eso, cuando se rompen los códigos éticos o se sospecha que se han cruzado límites legales, no solo está en juego el prestigio de un banco: está en riesgo la salud de todo el ecosistema financiero.
En días recientes, hemos visto con preocupación cómo tres instituciones mexicanas —CI Banco, Intercam y Vector— se han visto envueltas en acusaciones por posibles operaciones vinculadas al lavado de dinero. Aunque el proceso sigue su curso y será la autoridad quien determine las responsabilidades, el daño reputacional ya está hecho. Y con él, se abre una herida profunda en el tejido de la confianza financiera del país. No es un caso menor. Estamos hablando de bancos relevantes para sectores estratégicos, que ofrecen servicios fiduciarios, cambiarios y de inversión a miles de clientes. La sola sospecha de vínculos con operaciones ilícitas sacude al sistema. Pero más allá del escándalo puntual, esta situación obliga a hacer una reflexión mayor: ¿cuán robustos son hoy los mecanismos de control y prevención en el sistema financiero mexicano?
Durante años, México ha avanzado en el fortalecimiento de su regulación financiera. La Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV) y la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) han dado pasos importantes. Pero los hechos recientes demuestran que los controles actuales, por sí solos, no son suficientes si no van acompañados de una cultura ética profunda dentro de las propias instituciones. No basta con cumplir la norma: hay que vivirla. La ética no puede ser un apéndice del “compliance”, ni los manuales de prevención pueden convertirse en meros documentos decorativos. Se requiere liderazgo, compromiso desde los consejos directivos, y una convicción real de que el negocio financiero no puede —ni debe— sostenerse sobre atajos o silencios cómplices.
México no es el único país que enfrenta estos dilemas. Los escándalos de lavado han salpicado a gigantes financieros en Europa, Asia y Estados Unidos. Basta recordar el caso del HSBC, sancionado por autoridades estadounidenses por facilitar operaciones ligadas al narcotráfico mexicano; o el del Danske Bank, protagonista de uno de los mayores escándalos de lavado en Europa, con más de 200 mil millones de euros en transacciones sospechosas desde su filial en Estonia. Incluso en jurisdicciones con marcos regulatorios sólidos, como Suiza o Alemania, instituciones como Credit Suisse y Deutsche Bank han enfrentado investigaciones por deficiencias en sus controles. Pero si algo distingue a los sistemas financieros sólidos no es la ausencia de crisis, sino su capacidad de reaccionar con transparencia, sancionar con firmeza y rediseñar sus controles con visión de largo plazo. Esta crisis puede —y debe— ser una oportunidad. Una oportunidad para revisar protocolos, exigir más claridad a los fiduciarios, reforzar la trazabilidad de las operaciones, y establecer estándares aún más exigentes en materia de debida diligencia. Pero sobre todo, una oportunidad para reconstruir la confianza desde dentro, con instituciones que sean ejemplo, no excepción.
Porque si algo nos ha enseñado la historia financiera es que las burbujas se inflan con ambición, pero las crisis nacen de la omisión. Hoy, tenemos una elección: mirar hacia otro lado, o enfrentar el problema con seriedad y carácter. Yo me inclino por lo segundo. Porque solo así podremos salir fortalecidos, con un sistema más íntegro, más transparente, y más digno de la confianza que la sociedad deposita cada día en él.
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