La gente abarrotaba las calles de Ciudad del Vaticano tras el nombramiento de León XIV. Entre vítores y rezos, los fieles buscaban un espacio para ver de cerca al nuevo pontífice, mientras los más incrédulos discutían en voz baja sobre los retos que enfrentará su papado. Familias enteras, turistas sorprendidos y peregrinos de última hora formaban un mosaico de rostros iluminados por la emoción y la curiosidad.
Los negocios de comida, siempre atentos a la oportunidad, extendieron sus horarios y ofrecieron panecillos con forma de paloma, café humeante y copas de vino para celebrar la ocasión.
Las calles, cubiertas aún con los restos de confeti lanzado en la celebración, mantenían ese pulso vibrante que solo se siente en los momentos históricos. Al caer la noche, en cada rincón quedaba la impresión de haber sido testigos de un día que quedará marcado en la memoria del Vaticano.
El cónclave de este año fue más que la elección de un nuevo Papa; fue la confirmación de que la Iglesia no podía seguir como antes. Atrás quedaron los días de los pontificados que se inclinaban por un solo rostro de la fe: o la rigurosidad doctrinal de Benedicto XVI o la calidez de los gestos de Francisco. Esta vez, los cardenales sabían que debían elegir a alguien que no repitiera los viejos moldes, sino que ofreciera una vía nueva, un modo distinto de ser Papa en un mundo que ya no tolera medias tintas.
Por eso, cuando el nombre de Robert Francis Prevost comenzó a ganar terreno, no fue visto como un simple candidato más, sino como el rostro de ese cambio. No venía de los círculos cerrados de la diplomacia vaticana, ni se aferraba a la nostalgia de las tradiciones gastadas. Su vida había transcurrido entre los márgenes y el centro del poder, pero siempre con la habilidad de no pertenecer del todo a ninguno.
Y ese cambio fue evidente desde sus primeros pasos como León XIV. No se trató de gestos simbólicos para complacer a unos u otros; se trató de marcar una nueva dirección. Recuperó ciertos signos del papado clásico, pero los despojó de arrogancia. Anunció que viviría en el Palacio Apostólico, pero sin lujos ni excesos. Su primer mensaje no fue un discurso para la historia, sino una sencilla plegaria por la paz mundial, pronunciada con la mesura de quien sabe que las grandes transformaciones empiezan en silencio.
La elección de León XIV no fue la victoria de un bando, fue la evidencia de que incluso en la institución más antigua del mundo, las viejas certezas ya no son suficientes. La Iglesia, por primera vez en mucho tiempo, parece haber entendido que el cambio no es una amenaza, sino su única posibilidad de sobrevivir. Y esta vez, lo ha abrazado con toda la solemnidad de la historia y la humildad de los nuevos tiempos.
DE COLOFÓN: La muerte de José Mujica marca el final de una vida que fue, en sí misma, un acto de coherencia política y humana. En tiempos donde el poder suele corromper hasta las más nobles intenciones, Mujica demostró que es posible gobernar sin perder la humildad, vivir con austeridad sin caer en la pose, y defender ideas sin convertirlas en dogmas intransigentes. Su vida, marcada por la prisión, la resistencia y finalmente la presidencia, es un recordatorio de que la dignidad no requiere de grandes palacios, sino de convicciones firmes y manos dispuestas a trabajar.
Con su partida, América Latina pierde a uno de sus últimos referentes morales en la política. En un continente azotado por la corrupción, la violencia y la desigualdad, Mujica fue una voz serena que habló de justicia, de empatía y de la necesidad de vivir con lo suficiente, no con lo excesivo. Su legado no está en monumentos ni en grandes reformas, sino en el ejemplo cotidiano de su vida sencilla y en su inquebrantable fe en la humanidad. Que su muerte no sea solo un final, sino el inicio de una reflexión profunda sobre el tipo de líderes que realmente necesitamos.
@LuisCardenasMX