Las reacciones del régimen a la marcha convocada por la Generación Z el sábado pasado, aunque predecibles, son profundamente preocupantes.
A nadie debería llamar la atención que los niveles alarmantes que ha alcanzado la inseguridad en el país la conviertan, como lo muestran coincidentemente prácticamente todos los sondeos de opinión pública, en el principal problema a juicio de la gran mayoría de las y los ciudadanos.
En ese sentido, el artero asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, uno de los detonantes de las protestas del fin de semana, no es un hecho aislado, sino uno de los últimos y más indignantes casos de una realidad asfixiante e insoportable que solo desde la necedad puede pretender negarse.
Por eso es perfectamente comprensible que esa inconformidad, como ha ocurrido en reiteradas ocasiones desde hace más de veinte años, provoque que la gente —más allá de sus orientaciones políticas, ideológicas o condición social— ejerza su legítimo derecho a la protesta y manifieste públicamente su indignación. Es también absolutamente natural que esas protestas se traduzcan en un reclamo abierto y frontal al gobierno —el que esté en turno— y a la ineficacia de su acción para contener el fenómeno de la inseguridad (nomás faltaba) cuando esa es precisamente una de las funciones fundamentales del Estado. Eso no debería extrañarle a nadie.
Sin embargo, la respuesta del gobierno y su partido ha sido soberbia, insensible y autoritaria. En vez de reconocer la existencia real del fenómeno y de su gravedad (que ha sido consecuencia de décadas de políticas públicas fallidas o, en el mejor de los casos, insuficientes), de asumir un tono empático con una población agraviada por el mismo y de convocar a nuevos espacios de diálogo y reflexión para discutir cómo enfrentar colectivamente una situación que a nadie le conviene y que es indispensable remontar, el oficialismo, y en primer lugar la presidenta Sheinbaum, descalifican a mansalva cualquier expresión crítica y de protesta con todo tipo de acusaciones incluso, algunas, realmente delirantes —como el señalamiento de que detrás de las manifestaciones se encuentran las más oscuras intenciones conspirativas de la ultraderecha internacional—.
En vez de comprender y tratar de encontrar salidas políticas e institucionales que permitan hacer frente y encauzar el enojo social de los más diversos sectores que se expresaron en las calles (como debería hacer todo gobierno, no digo democrático, sino mínimamente responsable), es el propio gobierno el que atiza la espiral de confrontación politizando un tema, el de la inseguridad, que debería trascender fronteras partidistas e ideológicas. Los asesinatos, la extorsión, el acoso del crimen organizado a la sociedad civil en múltiples zonas del país no tienen nada que ver con cuestiones políticas, son simple y sencillamente una agraviante realidad resultado de más de dos décadas de políticas fallidas de gobiernos del PAN, del PRI y de Morena.
En efecto, la reacción gubernamental ha sido regresar al único recurso retórico que conoce, el del manual autoritario, y que el morenismo ha convertido en su leitmotiv existencial: distinguir entre buenos (ellos) y malos (los demás), entre amigos y enemigos, entre los que tienen la razón y los que mienten y engañan, entre los superiores y los derrotados moralmente.
Con ello, cierran todo puente de comunicación con quienes piensan distinto y clausuran la posibilidad de procurar algún punto de encuentro colectivo que permita imaginar y construir soluciones comunes y consensuadas (las únicas que, como la experiencia enseña, podrían resultar efectivas) para enfrentar el grave problema de inseguridad.
Lo peor, sin embargo, es que con esa actitud intolerante con la que la administración de Sheinbaum demuestra que ni pretende, ni le interesa, gobernar para todos, cierra aún más los espacios institucionales que resultan indispensables para procesar de manera pacífica y no violenta las diferencias de una sociedad plural y diversa como la nuestra. Y eso es grave, porque, como advertía Jesús Reyes Heroles en su célebre discurso de Chilpancingo en 1977: “Cuando no se tolera, se incita a no ser tolerado y se abona el campo de la fratricida intolerancia absoluta, de todos contra todos. La intolerancia sería el camino seguro para volver al México bronco y violento”.

