En mi artículo anterior señalé que todo régimen autoritario tiene la tendencia natural a querer reescribir la historia para presentarse como: a) herederos de una heroica tradición ancestral; b) el punto de quiebre que, frente a las injusticias y adversidades del pasado, implica una nueva etapa, luminosa, de la historia y/o c) la encarnación de la acción transformadora y justiciera del verdadero pueblo que combate y supera a sus enemigos.

En el discurso de los gobiernos autoritarios resulta central subrayar y presumir su rol épico y trasformador para, renegando del pasado, exaltar la epopeya que los llevó al poder. El morenismo, un movimiento con profundas raíces y vocación autoritaria, ha hecho lo propio.

Morena no sólo encarna, según su dicho y narrativa, una de las grandes transformaciones de la historia, sino que además busca a toda costa y en todo momento diferenciarse de quienes lo antecedieron en el poder utilizando un infinito arsenal retórico de frases hechas, de discursos falaces y demagógicos, así como de un potente y oneroso aparato de comunicación pública y de propaganda que machaconamente insiste en que son distintos, que representan al pueblo bueno, que son superiores moralmente, que son honestos, que son austeros, que les asiste la razón histórica y un larguísimo etcétera de ideas y lugares comunes con los que buscan distinguirse de sus predecesores (aunque la tozuda realidad demuestre, en muchos sentidos, otra cosa).

En esa lógica, a Morena le resulta indispensable invisibilizar, negar o desprestigiar el pasado inmediato como si todo lo que ocurrió, sin excepción, estuviera podrido y, en consecuencia, merece ser tirado a la basura. En ese afán satanizador nada es rescatable ni merece reconocimiento o reivindicación alguna. Así, la reescritura de la historia no acepta mediación y ponderación alguna porque eso significaría una concesión que tiraría por tierra el discurso sobre el que pretenden sustentarse.

Por eso, para el oficialismo la transición a la democracia es una falacia, un engaño que pretende cubrir bajo el manto de una supuesta democratización la perpetuación de los mismos grupos, saqueadores todos ellos —por supuesto—, en el poder.

En ese sentido, hay quien ha llegado incluso a sostener que la transición es una mera invención que algunos intelectuales han vendido durante décadas para congraciarse y legitimar al poder en turno argumentando un cambio político inexistente.

Se trata de un planteamiento absurdo que menosprecia hechos inocultables e importantísimos que representaron, en su momento, auténticos parteaguas, cambios profundos que fueron dejando atrás el viejo autoritarismo y que inauguraron una época nueva y desconocida para el país: la del pluralismo democrático.

Que el PRI perdiera por primera vez la mayoría calificada en 1988 y que a partir de entonces las reformas constitucionales tuvieran que ser consensuadas con la oposición; que como respuesta a la fraudulenta elección de ese año las elecciones pasaran a ser organizadas por un órgano autónomo y no por el gobierno; que en 1996 se establecieran nuevas condiciones que finalmente le permitían a la oposición ser realmente competitiva; que en 1997 la izquierda ganara la primera elección de Jefe de Gobierno de la capital del país (que desde entonces ha mantenido) y que, por primera vez, ningún partido contara con una mayoría absoluta en la Cámara de Diputados; que en 2000 ocurriera lo mismo en el Senado y que además se diera la primera alternancia en la Presidencia de la República desde la Revolución (alternancia que se ha repetido dos veces más desde entonces); que la transparencia se haya instalado como conquista ciudadana; que el Amparo hubiera ampliado sus efectos protectores y que los Derechos Humanos se hayan instalado como prerrogativas de las personas y no como concesiones del Estado, son sólo algunas de las transformaciones que trajo consigo la transición que pretende soslayarse.

Quedaron muchos pendientes por resolver, añejas estructuras de poder por desmantelar (como el corporativismo sindical), también surgieron nuevos problemas como la violencia criminal, es cierto; pero nadie puede negar sensatamente los cambios que ocurrieron en los últimos treinta años, mucho menos Morena que es un beneficiario directo de la democratización que hoy pretenden negar y también desmantelar.

Investigador IIJ-UNAM. @lorenzocordovav

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