Cuando Marcel Duchamp colocó un mingitorio en un museo y lo tituló Fuente (1917), no solo desafió la estética de su tiempo: dinamitó la noción de arte. ¿Era una burla o la pieza más influyente del siglo XX? La pregunta no es trivial, porque detrás de cada cuadro colgado, cada escultura venerada o cada mural viralizado late la duda esencial: ¿quién decide qué merece llamarse arte?

Durante siglos, la respuesta fue clara. Los reyes, la Iglesia y las academias dictaban cánones, establecían jerarquías y trazaban fronteras. Sin embargo, la historia está llena de desmentidos. El Salón de París rechazó a Monet, Renoir y Cézanne por “inacabados”; Impresión, sol naciente (1874), criticada por Louis Leroy diciendo que aquello no era más que una “impresión” sí, pero por mal terminado. Sin quererlo, había bautizado toda una corriente que transformó para siempre la pintura. Hoy esa pieza, es emblema de un movimiento que liberó la mirada de los rigores académicos, es símbolo de modernidad. Lo que nació como insulto se convirtió en estandarte.

Van Gogh, incomprendido en vida y que solo logró venderle a su hermano y a algunos amigos, jamás imaginó que Los girasoles alcanzarían cifras millonarias en subastas. Caravaggio, hoy venerado como maestro del claroscuro, fue considerado un pintor violento y marginal. El veredicto oficial nunca fue infalible.

Con el tiempo, la crítica cedió espacio al mercado. Las casas de subastas y los coleccionistas se erigieron en jueces supremos: un Basquiat vendido en más de cien millones de dólares parece decirnos que el precio es la medida del arte. ¿Pero acaso lo más caro es lo más valioso? En ese juego, obras como El grito de Munch o La persistencia de la memoria de Dalí, se convirtieron en íconos globales no solo por su fuerza estética, sino porque fueron legitimadas por galerías y compradores dispuestos a pagar fortunas. El mercado confundió estética con especulación.

Hoy vivimos una tercera era: la del algoritmo. No hace falta un museo ni un mecenas. Basta con que TikTok o Instagram viralicen un mural, un performance o una canción para que millones lo consagren como arte. El juicio estético se delegó a sistemas opacos, programados no para educar la mirada, sino para retener nuestra atención. ¿Podemos confiar en que la lógica del clic decida lo que merece preservarse?

En México, la Constitución reconoce el derecho a la cultura como un derecho humano. El Estado debería ser garante de ese acceso plural y diverso. Pero el deber choca con la realidad: lo que más circula es lo que más entretiene, y lo que más entretiene no siempre es lo que más enriquece.

Quizá la pregunta no sea “¿qué es arte?”, sino “¿quién tiene el poder de declararlo?”. En el Renacimiento lo tuvo la Iglesia; en la modernidad, las academias; en el siglo XX, el mercado; y hoy, parece ser que los algoritmos llevan la ventaja. Todos esos jueces responden a intereses de poder más que a una valoración genuina.

Duchamp nos mostró que cualquier objeto podía convertirse en arte si se le daba el contexto adecuado. Un siglo después, los curadores de nuestra mirada ya no son pintores: son ingenieros de Silicon Valley que diseñan sistemas de recomendación. Frente a ellos, nuestra tarea es más urgente que nunca: recuperar la capacidad de decidir por nosotros mismos qué merece ser admirado. Porque si dejamos que otros —instituciones, mercados o algoritmos— decidan por nosotros, corremos el riesgo de que el arte termine reducido a mercancía, a tendencia pasajera, a simple consumo digital.

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