La reforma a la Ley de Amparo que está próxima por aprobar el Legislativo contiene varios cambios de fondo. Por razones de espacio, aquí me centraré en uno solo: la modificación al interés legítimo. Puede parecer un ajuste técnico, pero es mucho más que eso.
Hasta ahora, para presentar un amparo no era necesario ser el afectado directo en todos los casos. Basta con demostrar una afectación real, actual y personal, aunque no exclusiva. A eso se le llama “interés legítimo”. Es una figura que la Suprema Corte ha desarrollado para que ciudadanos, organizaciones o incluso comunidades completas puedan acudir a tribunales cuando algo pone en riesgo derechos colectivos: el medioambiente, la salud pública, el patrimonio cultural, el orden urbano, etc. En cambio, el “interés simple” —el otro interés que seguirá vigente— exige que seas titular directo de un derecho violado. Si no lo eres, te cierran la puerta. Con esta reforma, el artículo 5° de la Ley de Amparo dejaría de reconocer ese interés legítimo tal como lo conocemos. Se propone que solo puedan promover amparos quienes sufran una “lesión jurídica real, actual y diferenciada del resto de las personas”. En otras palabras: si el daño lo comparten muchos, nadie puede reclamar.
Eso implica que si hay un megaproyecto contaminante, una torre mal planeada, una política que impacta a una comunidad entera, ya no bastará con demostrar que se está causando un daño colectivo. Habrá que demostrar que tú, personalmente, estás más afectado que todos los demás. Y eso, en muchos casos, es imposible o injusto de exigir. Pongo un ejemplo claro: hace unos años se proyectaba construir una torre enorme junto a Ciudad Universitaria. Era una aberración urbanística que amenazaba el equilibrio ecológico y visual del campus. Los estudiantes, vecinos y colectivos no eran propietarios del terreno afectado, ni titulares de un derecho específico violado. Pero gracias al interés legítimo, pudieron acudir al juicio de amparo. Y ganaron, la torre no se construyó. Ese caso fue posible porque el marco legal permitía a ciudadanos actuar para defender su entorno. Si hoy esa reforma ya hubiera sido aprobada, ese proyecto habría seguido adelante.
Otros ejemplos abundan, comunidades que han frenado minas tóxicas o talas ilegales en sus territorios. Asociaciones civiles que han detenido obras que destruían manglares o reservas naturales. Colectivos que han impugnado normas discriminatorias o medidas regresivas en salud o educación. Ninguno de esos casos podría avanzar con la reforma que se planea aprobar sin realmente discutirla. Entonces surge una pregunta ¿a quién beneficia cerrar esa puerta? Al ciudadano está claro que no. Si se elimina o se restringe el interés legítimo, muchas decisiones de gobierno quedarán fuera del control de los tribunales. La gente afectada ya no podrá alzar la voz en el juzgado, solo podrán hacerlo aquellos con suficiente dinero, documentación y abogados para demostrar un “daño diferenciado”. Y eso es profundamente desigual.
La figura de interés legítimo no es un invento ni una extravagancia jurídica. Es parte del esfuerzo por democratizar el acceso a la justicia. Es una forma de equilibrar la relación entre el Estado y la ciudadanía. Limitarla es volver al modelo autoritario donde solo los poderosos pueden defenderse. No es cierto que el interés legítimo sea un “abuso” o una “moda”. Es un mecanismo de defensa social que ha permitido que las decisiones públicas se sometan a escrutinio legal. Y eso debería importarnos a todos.
Si la reforma a la Ley de Amparo busca una mayor celeridad o eficiencia, adelante: nadie quiere una justicia lenta. Pero el interés legítimo no debería de limitarse. Cerrar esa vía es quitarle a la sociedad una de sus pocas herramientas efectivas para frenar abusos y proteger lo que es de todos. No todos tienen un derecho en papel. Pero muchos tienen razón. Y el interés legítimo existe para que esa razón pueda escucharse en los tribunales.