Desde los primeros códigos jurídicos de la humanidad, la justicia ha sido una búsqueda constante por equilibrar el daño y la reparación. En el Código de Hammurabi, inscrito hace casi cuatro mil años, se plasmaba una idea primitiva de proporcionalidad: “ojo por ojo, diente por diente”. Aquella justicia retributiva, que dominó durante siglos, entendía el castigo como la restitución del orden quebrantado. Sin embargo, la historia del derecho también nos enseña que el ser humano siempre ha aspirado a algo más que la simple venganza legal.
En Roma, aunque predominaba la sanción como forma de restablecer la paz pública, coexistía la compositio o reparación voluntaria del daño, antecedente directo de la justicia restaurativa. A través de acuerdos y compensaciones, las partes podían resolver sus conflictos sin llegar a juicio. No era solo una transacción, sino un acto de reconocimiento y reconciliación. La justicia, en ese sentido, no se agotaba en el castigo, sino en la restauración del equilibrio social.
Siglos después, en el continente africano, esa noción de reconciliación adquirió una dimensión filosófica con el pensamiento del Ubuntu, que podría traducirse como “yo soy porque nosotros somos”. Esta idea inspiró a Sudáfrica, tras el apartheid, a crear las Comisiones de Verdad y Reconciliación, donde el perdón, más que el castigo, se convirtió en una herramienta de sanación colectiva. En palabras del arzobispo Desmond Tutu: “sin perdón no hay futuro”. Así, la justicia restaurativa dejó de ser una utopía para convertirse en una alternativa ética frente al resentimiento y la violencia.
Esa misma filosofía late en otras culturas milenarias. En Nueva Zelanda, los pueblos maoríes incorporaron prácticas de justicia restaurativa mucho antes de la colonización europea. En ellas, el infractor debía reunirse con la víctima y con los ancianos de la comunidad para reconocer el daño y restablecer la armonía. Esa tradición fue tan sólida que, a finales del siglo XX, el propio Estado neozelandés la retomó e incorporó en su sistema penal juvenil, convirtiéndose en un referente mundial. Hoy, ese sistema permite que jóvenes infractores eviten la prisión si se comprometen con la reparación, el perdón y la reconciliación, bajo la supervisión comunitaria.
En México, esa misma visión encuentra eco en varias comunidades indígenas. Un ejemplo emblemático es Cherán K’eri, en la Meseta Purépecha de Michoacán. Desde 2011, Cherán decidió regirse por sus usos y costumbres, expulsó al crimen organizado y sustituyó a los partidos políticos por un Consejo de Gobierno Comunal elegido en asambleas abiertas. Ahí, los conflictos no se resuelven mediante procesos judiciales largos y costosos, sino mediante el diálogo, la mediación y la reparación del daño. El infractor reconoce su falta ante la comunidad y asume una obligación reparadora, que puede consistir en trabajo, disculpa pública o compensación material.
Según el INEGI y investigaciones académicas, Cherán mantiene una de las tasas más bajas de criminalidad del país. En 2022, se registró cero homicidios dolosos y niveles mínimos de robo o extorsión, en contraste con municipios cercanos del mismo estado, donde los índices delictivos superan la media nacional. En doce años, los habitantes han logrado reforestar el 90% de las diez mil hectáreas que habían sido devastadas por la tala ilegal, lo que demuestra que su modelo de justicia no solo restaura relaciones humanas, sino también su entorno natural.
Actualmente, más de 400 municipios del país —datos del INEGI y del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas— se rigen por sistemas normativos o de usos y costumbres, muchos de los cuales incluyen prácticas de justicia comunitaria o restaurativa. Aunque varían en estructura, comparten un mismo principio: resolver los conflictos mediante el diálogo, la reparación y la reintegración antes que mediante el castigo.
No obstante, conviene aclararlo: la justicia restaurativa no significa impunidad ni “abrazos no balazos”. Este modelo solo funciona en delitos menores o en conflictos donde existe voluntad de reparación y reconciliación. Los delitos graves —como la delincuencia organizada, los homicidios dolosos, el secuestro o el narcotráfico— deben perseguirse y sancionarse con todo el rigor de la ley. La justicia restaurativa no sustituye al Estado ni al derecho penal, lo complementa: busca sanar lo que la pena, por sí sola, no puede reparar.
Frente al panorama actual del sistema mexicano —sobrecargado, punitivo y distante de las víctimas—, la justicia restaurativa ofrece una ruta distinta. Su implementación en los casos adecuados no debilita al Estado, sino que lo humaniza. Castigar no siempre equivale, a hacer justicia.

