En California una startup llamada Bootstrap Bio ha encendido uno de los debates más antiguos de la humanidad, pero ahora con la tecnología de su lado: ¿debemos mejorar nuestra especie por diseño? Su plan es, literalmente, editar embriones humanos para eliminar enfermedades hereditarias o –y aquí empieza lo espinoso– “mejorar” rasgos genéticos. Más altos, más inteligentes, con menos riesgo de obesidad, tal vez incluso con ojos más claros o músculos más definidos. Esto ya no es ciencia ficción.

No es casualidad que Bootstrap Bio haya anunciado que hará sus primeras pruebas en Honduras. Lo explicó su CEO, Chase Denecke, en una entrevista reciente: la empresa busca operar donde la regulación es laxa o prácticamente inexistente. En Estados Unidos, editar embriones humanos con propósitos reproductivos es ilegal; en México también. Y sin embargo, no nos engañemos, el negocio va a llegar.

Pero ¿realmente funciona ya? Los experimentos con edición genética han demostrado avances notables, aunque todavía plagados de riesgos: mutaciones indeseadas, problemas éticos sobre la experimentación en humanos, dilemas de consentimiento para generaciones que ni siquiera existen. Aun así, la promesa es irresistible. Imaginemos, por un segundo, que pudiéramos erradicar de una vez y para siempre males como la diabetes, la hipertensión, ciertas cardiopatías, el Alzheimer. Miles de millones de gasto público en salud podrían destinarse a otras áreas. Hospitales desahogados. Familias sin la tragedia de ver a un ser querido deteriorarse lentamente. No falta quien sugiera que, llegado el momento, incluso los gobiernos podrían financiar estas tecnologías como parte de su política pública: menos enfermos, más años productivos, menos presión para los sistemas de pensiones y seguridad social. Pero el riesgo de abrir esa puerta es enorme: ¿en qué punto dejamos de hablar de salud y empezamos a diseñar seres humanos a la carta?

¿No sería un deber ético hacerlo? Ese es justamente uno de los puntos más complejos del debate. La comunidad científica, con toda su pluralidad de posturas, coincide en que los riesgos técnicos y los vacíos legales aún son enormes. Pero la pregunta de fondo es la misma que se hicieron hace algunos años los defensores de la eugenesia: ¿Quién decide qué vidas merecen ser “mejoradas”? La línea ética parece más difusa que nunca. La idea de “perfeccionar” a la raza humana ahora se puede disfrazar de progreso y el derecho a una mejor calidad de vida.

Claro, nadie plantea la otra realidad, se van a crear bebés de diseño para que un puñado de multimillonarios tengan descendientes genéticamente superiores. Pues estas técnicas de edición genética todavía son muy caras y solo los más ricos podrán pagarlas. Así empieza la nueva brecha: la genética como un privilegio de clase.

El dilema no es solo técnico, es moral, legal y humano. Hoy Bootstrap Bio es un proyecto que está por empezar a operar, pero ya hay países como China, que en 2018 lo hizo realidad con las gemelas Lulu y Nana, editadas genéticamente para hacerlas resistentes al VIH y otras enfermedades. El mercado ya existe, aunque sea clandestino y minoritario.

Y aquí entra la gran paradoja jurídica: no existe un tratado internacional vinculante que regule de forma uniforme la edición de embriones humanos. El referente más cercano es el Convenio de Oviedo, firmado en Europa en 1997, que prohíbe modificar el genoma de la descendencia con fines no terapéuticos. Pero ni Estados Unidos ni México lo han suscrito. En nuestro país, la Ley General de Salud establece que en términos generales la prohibición de alterar la herencia humana salvo para prevenir enfermedades, pero no define claramente sanciones. Así que, entre la falta de tratados globales y la debilidad de leyes nacionales, se abre la puerta para que clínicas y startups busquen operar donde la supervisión sea mínima.

¿Estamos listos para la era de los superbebés? Yo creo que no. Pero eso no va a impedir que algunos sigan intentándolo. Y el resto, tarde o temprano, tendrá que decidir si quiere jugar en este tablero o dejar que lo jueguen por nosotros.

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