En tiempos como los que vivimos, marcados por marchas tensas, sobresaltos políticos y un ánimo social cargado, uno pensaría que no hay espacio para hablar de la belleza. Y, sin embargo, quizá sea justamente ahora cuando más necesitamos recordarla. No como evasión, sino como un recordatorio de que la humanidad también se expresa en la luz, en la calma y en los pequeños instantes que el arte es capaz de capturar. Por eso vuelvo hoy a París, a una época en la que la ciudad decidió reinventarse y, en el camino, regaló al mundo una nueva manera de mirar.
A mediados del siglo XIX, París se encontraba en plena transformación bajo el liderazgo de su prefecto, Georges-Eugène Haussmann. El ambicioso plan que dirigió buscaba convertir a la ciudad en una capital moderna: se demolieron calles estrechas y laberínticas, se trazaron avenidas amplias y rectas, se construyeron plazas, monumentos y una infraestructura urbana que privilegiaba la circulación, la higiene y, por supuesto, la belleza. También surgieron nuevos parques, como Buttes-Chaumont y Montsouris, y se embellecieron los jardines existentes, dando a la ciudad un respiro verde en medio de su crecimiento acelerado. Monumentos hoy imprescindibles —la Ópera Garnier, el Arco de Triunfo, la Basílica del Sagrado Corazón— terminaron por definir esa nueva silueta parisina.
Ese París renovado fue el escenario de la belle époque, un periodo de optimismo, prosperidad económica, avances tecnológicos y una vida cultural vibrante. La ciudad se convirtió en el laboratorio donde surgieron movimientos que transformarían la historia del arte, entre ellos el impresionismo y el posimpresionismo.
El impresionismo, centrado en las impresiones visuales del momento, rompió con la obsesión por el detalle perfecto. Sus artistas buscaban capturar la luz, el color y la atmósfera; el instante fugitivo más que la línea exacta. Pinceladas sueltas, colores aplicados casi sin mezclar, paisajes cotidianos, escenas al aire libre y el estudio constante de cómo la luz transforma las cosas a lo largo del día fueron las marcas de esta revolución estética.
Claude Monet, Pierre-Auguste Renoir, Camille Pissarro, Edgar Degas, Berthe Morisot y Édouard Manet fueron algunos de sus principales exponentes. En su momento fueron disruptivos, incluso escandalosos, pero terminaron por cambiar para siempre la manera de entender la pintura.
De Monet surgieron obras esenciales: “Impresión, sol naciente”, que dio nombre al movimiento con su amanecer brumoso en el puerto de Havre; “Mujer con sombrilla”, retrato luminoso de su esposa Camille y su hijo; y, por supuesto, su serie de nenúfares, más de 250 piezas nacidas en el jardín que cultivó en Giverny y que hoy son, quizá, la imagen más reconocible del impresionismo. Renoir, por su parte, creó escenas llenas de alegría y vitalidad como “Baile en el Moulin de la Galette”, donde un día soleado se vuelve un festival de luz. Degas, siempre atraído por el movimiento y la anatomía, inmortalizó a las bailarinas en obras como “La clase de danza”, un estudio íntimo del cuerpo y de la disciplina artística.
Estas pinturas no solo marcaron una época: revelaron que lo cotidiano también puede ser observado con otra disposición. Lo que propone es algo más simple y más difícil: aprender a mirar de nuevo. Por eso su vigencia no depende del clima político ni del ánimo social; permanece porque obliga a detenerse, a reconocer matices y a entender que incluso un día común puede adquirir otra dimensión si se le presta atención. Tal vez, esa es la lección, más que un acto de belleza es un ejercicio de claridad que hoy no nos vendría mal.

