Los presupuestos de ingresos y gastos para 2026 reflejan de manera clara la tensión entre la búsqueda de legitimidad política a través de la expansión del gasto social y la fragilidad de las finanzas públicas. El diseño presupuestario privilegia la rentabilidad inmediata de las transferencias frente a la sostenibilidad de largo plazo, con lo que se amplía el déficit y se eleva la dependencia de la deuda como fuente de financiamiento. De fondo, lo que está en juego es el modelo de desarrollo que el país pretende seguir: redistribuir recursos sin fortalecer su base productiva y fiscal implica riesgos significativos para la estabilidad futura.

De acuerdo con la Iniciativa de Ley de Ingresos de la Federación, se proyectan ingresos totales por 8.72 billones de pesos en 2026, de los cuales 66.9% provendrán de fuentes tributarias. Los ingresos tributarios aumentarían 6.5% respecto a lo aprobado en 2025, apoyados en medidas que van desde la ampliación del Impuesto Especial sobre Producción y Servicios —con la incorporación de nuevos bienes como los videojuegos violentos— hasta ajustes en materia de servicios digitales, cambios en la Ley Aduanera y disposiciones extrafiscales vinculadas con la salud y el medio ambiente. Si bien esto refleja el empeño del gobierno en endurecer la recaudación, son ajustes marginales que no sustituyen a una verdadera reforma tributaria de fondo. A ello se suma un repunte esperado en los ingresos petroleros, con un aumento estimado de 20.3% real, que descansa en supuestos de precio y producción que pueden no materializarse ante la volatilidad de los mercados internacionales. La fragilidad de estas fuentes de ingreso hace que la dependencia de la deuda pública sea inevitable.

En materia de gasto, el Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación plantea un total de 10.19 billones de pesos, lo que representa un incremento real de 5.9% respecto al ejercicio anterior. Los compromisos ineludibles dominan la estructura: 1.57 billones corresponden al costo financiero de la deuda, con un aumento de 9.4% frente a 2025; 1.7 billones se destinan a pensiones y jubilaciones, y 2.81 billones al gasto federalizado. Estos tres rubros, junto con la inversión pública, absorben más de 70% del presupuesto, reduciendo de manera significativa la flexibilidad del gasto. La parte más visible es la asignación de 987 mil millones de pesos a programas sociales prioritarios —como las pensiones para adultos mayores, los apoyos a mujeres de 60 a 64 años o las becas— que, aunque refuerzan el poder adquisitivo en el corto plazo y sostienen altos niveles de aprobación ciudadana, se financian a costa de recortes a organismos e instituciones clave como el INE, el Inegi y áreas de seguridad pública. El efecto es contradictorio: se robustecen los programas de apoyo directo, pero se debilitan las capacidades institucionales que garantizan gobernabilidad, información confiable y seguridad.

La situación en educación y salud ilustra bien las tensiones del presupuesto. Aunque las asignaciones aumentan en términos absolutos (3.0% y 5.9%, respectivamente, frente a 2025), siguen siendo claramente insuficientes para enfrentar los rezagos estructurales en cobertura, infraestructura y calidad. El crecimiento del gasto social, en otras palabras, no se acompaña de una estrategia integral para fortalecer capacidades estatales, sino que se concentra en transferencias de corto plazo que difícilmente generarán un impacto sostenido en el desarrollo, las carencias sociales se siguen perpetuando.

La diferencia entre ingresos y egresos arroja un déficit presupuestario de 1.39 billones de pesos, equivalente a 3.6% del PIB. Ello llevará a que la deuda pública, medida a través del Saldo Histórico de los Requerimientos Financieros del Sector Público, alcance un nivel equivalente a 52.3% del PIB. Aunque el Ejecutivo insiste en que el presupuesto se fundamenta en los principios de austeridad, eficacia y transparencia, lo cierto es que la expansión del gasto social y operativo se sostiene en deuda que no siempre se orienta a proyectos productivos.

Financiar programas sociales con deuda puede ser políticamente rentable en el corto plazo, pero sin un esfuerzo paralelo por ampliar la base tributaria, incrementar la productividad y mejorar el crecimiento económico, el modelo se vuelve insostenible.

El riesgo de privilegiar la legitimidad política sobre la estabilidad económica es alto: puede generar resultados limitados, aumentar la vulnerabilidad fiscal y comprometer el bienestar social a futuro. Para revertir esa dinámica, se requiere asignar más recursos a gastos que impulsen la productividad y el crecimiento a largo plazo, de manera que el presupuesto deje de ser un instrumento de rentabilidad política y se convierta en una verdadera palanca de transformación económica y social.

Presidente de Consultores Internacionales, S.C.

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