El derecho al buen morir es justamente eso, un derecho. Por tanto, así debería estar consagrado en la constitución de un país que se dice gobernado por un movimiento de izquierda, y en consecuencia, así debería estar regulado en las leyes secundarias de esa nación cuyo gobierno se proclama progresista.
Por más guadalupano que sea México, y por más frases lastimeras que todavía hoy padezcamos en plena tercera década del siglo veintiuno (lo que Dios quiera, lo que Disosito mande, ya dirá Dios, ya estaría de Dios, me moriré cuando Dios diga), lo cierto es que los mexicanos aprendimos durante la pandemia de Covid-19 que hay muertes que “no son de Dios”. Y, desde décadas, también nos quedó claro que hay enfermedades que no sólo devastan a quienes las padecen en sus cuerpos y mentes, sino que despedazan las economías de muchas familias que -invocando a ese Dios- se empeñan en vejar a sus seres queridos cuando están inconscientes (por ejemplo, intubados); sí, mientras yacen en mazmorras hospitalarias, lo cual representa no sólo un egoísmo inmoral sino una forma de tortura despiadada... en nombre de Dios.
Creo que no hay un acto que demuestre más amor que dejar morir a quien se ama, inclusive a quien más se ama. Nadie quiere que muera un ser amado, mucho menos uno de los seres más amados, o el ser más amado. Se tiene que amar de una forma tan profunda, generosa y desprendida a alguien para poder decirle:
“Está bien, por encima de mi deseo incontrolable de verte viva, por encima de mi necesidad de tenerte viva, de saberte viva, muérete. Respetaré tu decisión, muere. Es más, te ayudaré a morir, veré que un médico te ayude morir”.
Mi madre, Miriam Molina Sobrino, murió justamente hace diez meses, luego de siete semanas de estar postrada en un hospital. Nunca la vi sufrir como padeció ahí. Jamás. Una mujer siempre tan vital, fuerte, poderosa, demoledora de techos de cristal, innovadora, disruptiva y risueña, de pronto, de un día a otro, ahí estaba, inválida, vulnerable a más no poder. Indefensa. Nunca vi su cuerpo tan amolado como esas semanas de terror. Su rostro demacrado, sufriente como jamás lo hubiera imaginado. Visitarla todos los días era un tortura… porque ella yacía en una cama siendo torturada hasta la ignominia a manos de la ciencia médica. En sus momentos de consciencia estaba intubada, no podía hablar, y eso la ponía furiosa: su mirada yucateca de fuego era letal y luego… suplicante. Imploraba en silencio. A mí se me hacían cachitos el corazón, la mente, el alma, la razón, la vida misma. En esos días yo era como un niño abandonado en la calle, un niño perdido y desvalido que deambulaba bajo la lluvia sin encontrar a su mamá ni saber hacia dónde ir y qué hacer. Un niño extraviado con el corazón hecho añicos que sólo necesitaba compañía, silencio, una mano, comprensión, empatía, amor, pero yo tenía que abandonarme a mí mismo, no sentir nada, desprenderme de mí y pensar nada más en ella. Sí, mirar sus ojos claros avellana y preguntarle:
-Mamá, mamita, ¿prefieres que ya pare esto?
Asentía. -¿Prefieres irte ya? Asentía.
Y luego, al final, sin matices, de forma rotunda: -Mamita, ¿quieres que pare el tratamiento y morirte?
Asintió.
Me deshice, pero era la última decisión de vida de una mujer extraordinaria que merecía la dignidad de ser respetada, de ser abrazada y acompañada una última vez no sólo por nosotros sus hijos sino por el Estado mexicano. Todavía me explota la garganta al recordar eso que le pregunté dos días. Aún me deshago al evocar su carita diciendo “Sí” en silencio. Todavía la vida me navajea la faringe por la desolación, pero era su derecho al buen morir que tenía que ser respetado. Nada de que “cuando la vida quiera”, “cuando la vida se la lleve”, “cuando se vaya naturalmente”, como si la metafísica, Dios o nuestros mil pretextos egoístas fueran más importantes que ese derecho vital que tenía mi madre en su lecho de muerte.
En días recientes se ha vuelto a debatir el tema por el caso de Samara Alejandra Martínez Montaño, quien ha padecido lo indecible en cuerpo y alma y que promueve la llamada Ley Trasciende para legalizar la eutanasia en México. No es tan complicado. La mujer que no quiera abortar, que no aborte, pero quien sí desee hacerlo por la razón que sea debe tener las condiciones sanitarias adecuadas para hacerlo. Los médicos que no quieran participar en un aborto, que no lo hagan, pero los demás deben contar con certeza jurídica. La mujer u hombre que no desee la eutanasia, que no la use, pero quien la desee debe tener ese derecho legal, tal como los doctores que nos deseen ayudar a trascender deben contar con el marco jurídico que les permita hacerlo.
Es un debate personal. Yo no tendré la insolencia de decirle a Claudia Sheinbaum qué es lo que debe hacer, pero sería estupendo que México tuviera una de las constituciones más avanzadas del mundo gracias a su apoyo a esa iniciativa. Yo estaría muy orgulloso de que la primera presidenta de este país apoyara sin matices esa iniciativa. Ella es una mujer que desde el origen familiar ha sido de izquierda, así que ella sabrá, pero en política no se puede quedar bien con todos, para eso se gobierna, para eso se llega al poder: para ensanchar los derechos, no para coartarlos o dejarlos estancados sin que progresen.
Más allá de lo que ella decida en este debate, creo profundamente (he estado a punto de morir dos veces en sendos hospitales) que todas y todos debemos tener consagrado en la Constitución y en las leyes secundarias el derecho al buen morir en paz y con dignidad, lo cual debe incluir que alguien nos pueda asistir médicamente sin consecuencias legales.
No tengo pareja desde hace diez meses, pero mis dos hijos lo tienen claro: si hoy fuera el caso, usaría mi derecho al buen morir. Esperaría de mis seres amados una hermosa despedida con música, comida rica y bebida exquisita (mi madre eligió la “patada de mula” de una Coca-Cola, como ella describía el efecto inmediato de un trago de cafeína), muchas lágrimas, sí, pero, sobre todo, hartas sonrisas, carcajadas, abrazos tiernos y miradas acarícienles llenas de amor. Ellos, mis hijos, lo saben y se comprometieron (están grabados) a respetar mi derecho que hoy, igual que Samara, le exijo a mi patria, por si acaso un día lo necesito ejercer.
¿Y usted?
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