Como se sabe, Gonzalo Celorio y su obra fueron reconocidos con el Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes. Uno de los galardones más valorados en el mundo de habla hispana. Unos días después topé con su nuevo libro Este montón de espejos rotos (Tusquets). Y al leerlo me generó un extraño malestar, no por el texto, que recrea una serie de estampas facundas de la vida del autor, sino por el contraste entre la UNAM que describe y valora (y que ha sido la de miles de nosotros), con lo que hoy sucede en la llamada Máxima Casa de Estudios.
Celorio ha sido estudiante, profesor y funcionario de la UNAM. Presentó su examen de admisión en 1966 y la Universidad se convirtió en su “casa para siempre”. En 1967 inició sus estudios en la licenciatura en Lengua y Literatura Españolas en la Facultad de Filosofía y Letras, y dice, “me abrió un mundo”. Porque en efecto, la UNAM era y es un espacio de novedades para quien ingresa a sus aulas y recorre sus pasillos. Lo primero que salta a la vista es su “diversidad sexual, social, étnica, política, ideológica, religiosa”. Una plaza en la que convive la pluralidad que modela a la nación; un ambiente en el que se vive, ejerce y valora la libertad.
Ha sido y es además refugio para aquellos intelectuales obligados a huir de sus respectivos países, acosados por dictaduras. En Filosofía le impartieron clases, Alaíde Foppa, Carlos Solórzano, José Luis Balcárcel (guatemaltecos), Luis Rius, Gloria Caballero, Arturo Souto, Ramón Xirau, Adolfo Sánchez Vázquez (españoles). Ha sido una casa abierta y solidaria que se ha nutrido de lo mejor de los exilios a los que ha cobijado con generosidad y, por qué no decirlo, aprovechado, en el mejor sentido de la palabra.
Celorio rememora a sus maestros: María del Carmen Millán, “primera mujer que ingresaría en la Academia Mexicana de la Lengua”; Luis Rius, que “leía con gracia, con entusiasmo, con naturalidad y con la perfección de un castellano empeñado en pronunciarlo todo salvo el artificio”; Ernesto Mejía Sánchez, estudioso de Rubén Darío y Alfonso Reyes; Sergio Fernández, “tutor, director de tesis, jefe, promotor”. Los maestros eran y son puertas de entrada a temas, historias, autores que en una cadena sin fin conducen a otros autores, otras obras, otras escuelas. Una espiral que para quien quiera aprovecharla no tiene límites.
Su primer cuento lo publicó en la revista Punto de Partida que dirigía Margo Glantz y su vocación literaria no puede explicarse sin la UNAM, una mina que lo nutrió de conocimiento y expandió y afinó su sensibilidad. Porque, y eso es muy relevante, la UNAM es algo mucho más que una serie de escuelas profesionalizantes (lo cual no es poco), es además un centro irradiador de arte y cultura y Celorio fue director de Difusión Cultural. La Universidad pone en contacto (o intenta poner en contacto) a sus alumnos con disciplinas que deben ampliarles su campo de visión y afinar sus sentidos. Cines, teatros, museos, foros, espacios para la danza, la sala de conciertos Nezahualcóyotl, radio y televisión, construyen una oferta cultural rica, diversa, clásica y experimental, que no se encuentra en ninguna otra institución del país.
Por eso, al ver hoy escuelas cerradas por amenazas de bombas, con encapuchados que destrozan sus instalaciones y quedan impunes, con clases suspendidas o que deben desarrollarse por zoom, y compararla con el testimonio de Gonzalo Celorio, me causó un ácido malestar, porque al igual que él, miles hemos sido beneficiarios de esa casa de estudios.
Profesor de la UNAM

