Escribir sobre un menor de edad asesinado tiene el riesgo de revictimizarlo. De exponerlo a una condición en la que él y sus familiares sean objeto de nuevas observaciones y comentarios. Me disculpo de antemano por ello. Trataré de considerar el caso para evidenciar las condiciones que lo posibilitaron.
Diversos medios de comunicación informaron hace unos días que las autoridades del Estado de México hallaron el cadáver de un niño de cinco años, a quien tres personas habían tomado como garantía del pago por el adeudo que su madre tenía con ellos. Se informó que la madre acudió buscando apoyo de las autoridades sin que éstas actuaran oportuna y eficazmente. Que una cadena de acciones y omisiones provocó la muerte de alguien que —y me disculpo por expresarlo así— estaba reducido a la calidad de cosa. La de un bien que garantizaba un pago.
La atención del caso se ha puesto en el monto adeudado, la disponibilidad de la vida del menor, la crueldad de los delincuentes, la ausencia de autoridad o los llamados a la no repetición. Poco se ha dicho, sin embargo, de las condiciones que posibilitaron los hechos.
Asumiendo la veracidad de las notas informativas, el origen del asunto fue la solicitud y otorgamiento de un préstamo. Su avance fue la falta de pago y la posibilidad de garantizarlo con un cuerpo. De un cuerpo que, para mantener su valor “comercial”, debía permanecer con vida. Aquí radica la primera alarma. En la existencia de una situación en la que una de las partes puede asumir la posibilidad de garantizarse con —hasta ese momento— la libertad de un ser humano. Al hecho de que, en el mundo de sus valores morales y económicos, los acreedores hayan asumido la legitimidad de su proceder. El segundo, e igualmente grave asunto, tiene que ver con el asesinato. La disponibilidad de una vida en la macabra lógica del adeudo a los acreedores. La posibilidad de optar por el homicidio frente al mantenimiento del valor de la garantía expresado en la conservación de la vida del niño originariamente retenido.
Lo relevante del caso es la existencia de las condiciones que facilitaron que tres personas pudieran asumir que estaba dentro de sus posibilidades de acción hacer lo que hicieron. Prestar dinero, tomar a una persona en garantía de pago y disponer de su vida. El asunto no se explica acudiendo a expresiones como “desalmados”, “inhumanos” u otras semejantes. Más allá de que mediante ellas puedan ser nombradas y reprochadas quienes así actuaron, lo relevante es advertir la existencia de las condiciones que les hacen suponer que su proceder era posible. Que las condiciones en las que actuaron y los desenlaces que produjeron eran propios o aceptables en la actividad que ejercen o en las condiciones en que operan.
Utilizando la consabida expresión, ¿en qué estaban pensando los entonces prestamistas cuando asumieron que podían tomar a un niño como garantía? Igualmente, importante, ¿en qué momento y por qué motivos supusieron que la vida del menor había perdido valor y “debían” asesinarlo? Las repuestas a estas preguntas se basan en parte en la impunidad, pero también en lo que dentro de ella —o con motivo de ella— se ha llegado a construir. No como condición coyuntural y pasajera determinada por los participantes, así como por los momentos entonces vividos, sino como resultado de la acumulación de prácticas privadas permitidas o sustentadas en las acciones y las omisiones de las autoridades a lo largo de ya muchos años.
La conversión de un niño en una prenda mercantil —nuevamente me disculpo por el lenguaje— no es sólo el resultado de las desviaciones mentales de tres sujetos deseosos de recuperar su dinero. Es la expresión de uno de los mundos en los que sus actores eligen y determinan sus reglas de actuación porque saben que pueden hacerlo.
Ministro en retiro de la SCJN. @JRCossio