La marcha atribuida a la llamada Generación Z dejó más preguntas que respuestas. No fue la primera protesta contra la inseguridad ni será la última, aunque sí reveló un síntoma que pocos han querido ver. La nueva convocatoria para hoy confirma que no fue un gesto aislado. El punto no está en si eran jóvenes, en si llegaron convocados por redes o en si detrás había operadores políticos. El punto está en otra parte. Algo se rompió entre la juventud y el Estado, y ese quiebre no proviene de una campaña digital, sino de una sensación acumulada durante años. Una generación entera creció mirando a sus padres adaptarse a la violencia como si fuera un clima inevitable y decidió que no quiere esa resignación como modelo de vida.

Esa es la verdadera novedad. Por primera vez en mucho tiempo, una protesta masiva contra la inseguridad no fue encabezada por víctimas directas, colectivos de desaparecidos o defensores de derechos humanos. Surgió de un grupo que vivió su adolescencia en la era de la normalización del miedo y que ahora empieza a cuestionar las reglas no escritas de la vida pública. Ellos heredaron una conversación polarizada, una justicia fragmentada y un país donde cada región tiene una historia distinta con el crimen. Sin embargo, ya no aceptan la explicación que durante años funcionó como excusa para todo lo que falla, la idea de que nada puede cambiar porque así es México.

Lo que ocurrió en esa marcha no puede analizarse con las categorías de siempre. No fue una exigencia clásica de seguridad. Tampoco fue un acto partidista. Fue un espejo roto de la relación entre Estado y ciudadanía joven. Para ellos, el discurso oficial ya no basta, porque no conversa con sus miedos cotidianos. Mientras desde el gobierno se habla de coordinación, programas sociales y despliegues reforzados, ellos sienten otra cosa. Lo sienten cuando regresan a casa después de una fiesta. Lo sienten cuando caminan por calles sin patrullaje. Lo sienten cuando escuchan que la violencia se debe a herencias del pasado, pero no ven una ruta clara para el futuro. Esa distancia explica mucho más que cualquier hashtag.

Por eso la discusión pública se quedó corta cuando intentó explicar la protesta como un montaje o una movilización emocional. No entendió que este grupo no sale a la calle para repetir la confrontación histórica entre gobierno y oposición. Sale porque no encuentra protección suficiente en una vida diaria llena de señales contradictorias. Encuentra programas sociales que ayudan a millones, pero también ve territorios donde la extorsión es parte del paisaje. Encuentra discursos de paz, pero también escucha historias de familiares que prefieren evitar denunciar. Ese choque entre lo que se anuncia y lo que se vive produce un vacío que los empuja a expresarse.

Este fenómeno obliga a un replanteamiento profundo. No basta con reforzar operativos ni con multiplicar mesas de coordinación. La Generación Z está reclamando un país donde la seguridad sea un servicio público confiable y no una conversación interminable entre especialistas. Reclama instituciones que expliquen con honestidad qué funciona, qué no funciona y qué se va a corregir. Reclama un Estado que deje de administrar la crisis y empiece a recuperar el espacio público.

La protesta ya pasó, pero su mensaje sigue ahí y tendrá eco en la siguiente. No exige milagros. Exige coherencia. Y ese es el mayor reto para cualquier gobierno. Porque la juventud mexicana ya no está pidiendo un México perfecto. Está pidiendo un México posible.

Jorge Nader Kuri, abogado penalista. jnaderk@naderabogados.com

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