Hay decisiones judiciales que, lejos de fortalecer el Estado de derecho, lo erosionan. En nombre de la legítima lucha contra la violencia política hacia las mujeres, los tribunales electorales —incluido el cada vez más cortesano Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación— están dando forma a una nueva modalidad de censura, revestida de legalidad, disfrazada de protección y profundamente riesgosa para la democracia. La crítica comienza a tratarse como ilícito, la opinión como agravio, y la autocensura ya no se impone por ley, sino por miedo.
La figura de violencia política de género es un avance histórico. Nació para saldar una deuda con las mujeres desplazadas y amenazadas por participar en política. Pero su aplicación actual, cada vez más frecuente, parece más interesada en garantizar la comodidad de quienes detentan el poder que en erradicar la violencia estructural que enfrentan tantas mujeres sin reflectores.
Hoy, el ejemplo más revelador es el de Karla Estrella, sancionada por un post irónico sobre el impulso político que un diputado habría dado a su esposa. La sanción incluyó multa, disculpas públicas por treinta días y la inscripción en el Registro Nacional de Personas Sancionadas. La denunciante, diputada aliada del poder, pidió luego revocar la sanción. Dijo que una disculpa le bastaba. Pero ya era tarde. La maquinaria judicial había hecho su trabajo.
No es un caso aislado. Periodistas, activistas y ciudadanos han enfrentado procesos semejantes. En Veracruz, varios medios han sido sancionados por informar o criticar. En Puebla, se aprobó una ley que castiga con cárcel los insultos en redes sociales. Y todo en nombre de la protección. La crítica, en cambio, comienza a ser tratada como amenaza.
El verdadero debate no es si la violencia política de género existe —claro que existe—, sino si estamos sustituyendo el análisis por el automatismo. Cuando una herramienta legal ya no distingue entre una agresión y una crítica, lo que falla no es la interpretación, sino un sistema que, al castigar sin contexto, deja de impartir justicia para blindar al poder frente a la disidencia.
Una democracia saludable necesita voces críticas, incluso incómodas. Necesita ciudadanos que hablen sin temor a ser perseguidos. Cuando los tribunales aplican con severidad selectiva una figura tan delicada, mandan el mensaje de que cuestionar a un poderoso puede salir caro. El poder femenino, cuando se vuelve intocable, también puede caer en prácticas autoritarias aunque se exprese con retórica de justicia.
Las mujeres deben ser protegidas frente a la violencia, sin duda. Pero también deben estar sujetas al escrutinio cuando ocupan cargos. Callar a una ciudadana en nombre de otra no es un avance. Es una sustitución de silencios.
Es momento de que los tribunales se pregunten si desean ser guardianes de derechos o administradores del silencio. El derecho a disentir no puede depender del género de la persona criticada. Y la crítica no debe seguir siendo confundida con violencia. Cuando los jueces dejan de proteger derechos y empiezan a castigar opiniones, no estamos ante justicia con perspectiva de género, sino ante censura con toga. Y si la justicia se pone al servicio de la susceptibilidad, no solo pierde el acusado. Perdemos todos.
Abogado penalista. X: @JorgeNaderK