«Porque la vida de la carne está en la sangre.»

Levítico 17:11

La sangre ha sido, desde los albores de la humanidad, mucho más que un fluido vital: ha sido símbolo, pacto, misterio. Desde los sacrificios mesoamericanos hasta la eucaristía cristiana, la sangre representó la vida, el alma, el sacrificio y la trascendencia. Su derramamiento marcaba el límite entre lo sagrado y lo profano, entre lo vivo y lo muerto. Y, sin embargo, en pleno siglo XXI, la ciencia ha comenzado a disolver ese umbral milenario. En Japón, investigadores de la Universidad Médica de Nara han desarrollado un tipo de sangre artificial que podría cambiarlo todo: una combinación experimental de vesículas de hemoglobina —encapsuladas en membranas lipídicas— y plaquetas cultivadas en laboratorio, capaz de transportar oxígeno y detener hemorragias sin depender del grupo sanguíneo. Aunque aún en fase de pruebas preclínicas, su objetivo es revolucionario: crear un producto universal, estable durante años a temperatura ambiente, sin riesgo de infección ni rechazo inmunológico, y producido a partir de sangre caducada u otros medios biotecnológicos.

No estamos ante una mera innovación técnica: estamos frente a un giro cultural de dimensiones profundas. Durante siglos, la sangre fue el vehículo de lo invisible: se ofrecía a los dioses, sellaba alianzas, fundaba linajes. Era sustancia sagrada, intransferible, irrepetible. En la modernidad, el gesto de donar sangre —dar parte del propio cuerpo para salvar otro— condensó una ética del cuidado, un vínculo humano, tangible, entre extraños. ¿Qué ocurre cuando ese gesto es reemplazado por una sustancia sin identidad, sin cuerpo donante, sin memoria biológica? ¿Qué se pierde —y qué se gana— al pasar de lo sagrado a lo sintético? Quizá, más que una profanación, estemos presenciando una transfiguración: de sangre ofrecida como sacrificio a sangre diseñada como instrumento de vida. No para los dioses, sino para los vivos.

La sangre artificial japonesa —y otros proyectos similares en desarrollo— responden a un problema urgente y global: la escasez crónica de donantes, la corta vida útil de las reservas, los riesgos de incompatibilidad, y la falta de acceso en regiones aisladas o en contextos de guerra. Lejos de ser una aberración tecnocrática, se trata de un avance profundamente humanitario. No es ciencia por arrogancia, sino por compasión. Pero el hecho de que sea posible no debe hacernos olvidar su peso simbólico. Crear sangre en laboratorio no es fabricar otro medicamento: es intervenir en el corazón mismo de lo que entendemos por vida. Durante milenios, se creyó que la sangre no podía imitarse. Hoy, la imitación se vuelve acto de preservación. Y tal vez eso sea lo verdaderamente revolucionario: no fabricar sangre, sino salvar vidas sin pedirlas prestadas a otro cuerpo. Tal vez no estemos enterrando el símbolo, sino reinventándolo. Tal vez, en lugar de dividirnos por herencia o grupo, la nueva sangre nos una por necesidad compartida, por fragilidad común.

Cuando, dentro de algunos años, un paciente en una ambulancia o en un hospital de campaña reciba una transfusión sin donante, sin esperas, sin riesgo, tal vez debamos reescribir lo que significa “dar sangre”. Porque aunque esas vesículas no lleven nuestra genética ni nuestros recuerdos, sí transportan algo profundamente humano: el deseo de salvar, de cuidar, de vencer la muerte. La pregunta, entonces, no es si la sangre artificial traiciona nuestros símbolos, sino si acaso los honra desde otro lugar: el de la inteligencia al servicio de la compasión. En ese cruce entre biotecnología y mito, entre ciencia y rito, se abre un nuevo capítulo de nuestra especie. Y conviene leerlo no con miedo, sino con humildad.

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