Diario aparecen más ingredientes del tiradero que le dejó López Obrador a su sucesora. Ya comprobamos las secuelas del huachicol fiscal, de la corrupción en Tabasco, de la imposición de diputados, senadores, gobernadores, embajadores y secretarios de Estado. Ya se revelaron los desastres del AIFA, de Pemex, de CFE, del eterno estancamiento económico, del incumplimiento del T-MEC, del exorbitante déficit fiscal y de las arcas vacías, del caos en Sinaloa, Michoacán y conexos.
Fui a visitar un elefante blanco adicional este pasado fin de semana, y aunque disfruté la breve investigación del Tren Maya durante un par de días, no tengo mucho bueno que reportar. Ni mucho nuevo: no descubrí nada más que el hilo negro que varios colegas ya detectaron y describieron.
Primero, sin embargo, y para que no digan, lo bueno, justamente. Se percibe limpio, bonito, bien mantenido, con personal —ya veremos quiénes— corteses y eficientes, con estaciones elegantes —salvo el gigantismo de Cancún— y ordenado. Alguien pensará que no es poco, en el México de la 4T; de acuerdo.
Contiene, obviamente, sus excentricidades y exotismos mexicanos. Hay tres redes de internet, mas no se encuentran habilitadas, según la integrante de la Guardia Nacional que revisa los boletos; no hay, según las dependientes de la tiendita (como la de la esquina). Existe conexión en las estaciones, pero no durante el recorrido. De modo que si alguien desea adquirir alguna de las golosinas, los sándwiches, los refrescos o el alcohol de tercera que venden, se ve obligado a pagar en efectivo, o a esperar la siguiente parada. No es tan grave, porque hay muchas, desocupadas. Los asientos no se reclinan, ni siquiera en primera, pero ofrecen un espacio amplio, incluso para personas como el amigo con quien viajé, que mide 1.90.
Entre las idiosincrasias mexicanas figura también la multiplicidad de tarifas: una para residentes de cada localidad, una para adultos mayores, una para mexicanos del resto de la república, y otra más para extranjeros. Aunque el INAH por tradición les cobra más a los visitantes de fuera, no conozco ni encontré en Chat GPT o en Grok ningún país que establezca un pasaje superior para extranjeros, salvo en sitios culturales o patrimoniales, y todos ellos —con la excepción de la India, y a medias— se encuentran “en vías de desarrollo”. Ya me imagino a los franceses cobrándole más a los ingleses en el Chunnel, o viceversa.
Surgen también peculiaridades propias de la 4T. Pudimos preguntarle a una de las Guardias Nacionales en el trayecto Mérida-Cancún cuántos pasajeros cabían en cada tren y nos contestó amablemente que eran 286. Pero al indagar cuántos viajaban en ese tren, ese día, a esa hora, adusta respondió: “Esa es información confidencial”, seguramente para dificultar el ataque de un drone gringo, o un asalto del narco, o los cálculos de la competencia (principalmente los autobuses ADO). No obstante, mi compañero de viaje, más necio que yo —que no es poco— reviró: “Pero los puedo contar”. Cosa que hizo, y en un sábado, en uno de los principales tramos de todo el Tren Maya, se transportaban 86 usuarios, menos de la tercera parte del cupo.
Lo cual conduce directamente al defecto mayor de todo el proyecto. Algún día, quizás, los vagones se llenen, las estaciones se utilicen, los turistas se suban, y los oriundos lo aprovechen. Por ahora, no es el caso. Por ejemplo: hay cinco escalas entre Campeche y Mérida, y en ninguna vi ingresar o egresar pasajeros. Entre Mérida y Cancún se construyeron seis estaciones; solo hubo descenso y ascenso en Chichen Itzá y Valladolid. Todas las demás, desiertas. Y no se trata de instalaciones menores: hay andenes de cada lado, obviamente, más estacionamiento, más oficinas, más accesos, más vigilancia.
Hablando en plata, el Tren Maya es redundante. De no haber costado nada, y de no requerir subsidio alguno, podría constituir una diversión, como el yate Fiesta de otros años en la Bahía de Acapulco. La metáfora que mejor lo describe es la siguiente. Durante casi la totalidad del recorrido entre Mérida y Cancún, la vía corre a unos cuantos metros de la carretera. De un lado del tren se disfruta la misma selva monótona que llevábamos viendo desde Campeche; del otro, la carretera, los automóviles, autobuses y camiones. Incluso puede uno comprobar que cuando el tren alcanza su velocidad máxima en los hechos —142 km por hora— rebasa a los usuarios de la carretera. Claro: cuando va más despacio y se detiene en cada parada, ya no es lo mismo.
Para uno de los dos trayectos más socorridos del proyecto, existía desde hace décadas, una vía de comunicación. No cualquiera: de cuatro carriles, de concreto hidráulico, en perfecto estado, sin exceso de circulación, concesionada a una empresa privada. A pesar de todas las tarifas y promociones, el autobús de ADO es más económico, y si viajan dos o más en un automóvil, dicha alternativa también entraña un costo menor. Con un agravante: las tres estaciones grandes que utilicé —Campeche, Mérida y Cancún— se hallan a 40 minutos y varios cientos de pesos de taxi del centro de las ciudades, mientras que las centrales camioneras todas se sitúan en el centro, precisamente.
En otras palabras, el Tren Maya, en ese trayecto, y en su caso todos los demás, sale sobrando. Si no existiera, no sucedería nada. Ni siquiera desaparecerían los empleos permanentes, ya que pertenecen todos a la Sedena, a través de la Guardia Nacional. No hay derrama de desarrollo, ni de taxistas, changarros, locales y vendedores de tacos. La mayoría de las estaciones, como dije, están desiertas. Ciertamente, de no haberse construido la ocurrencia o capricho de López Obrador, jamás se habrían generado las decenas de miles de empleos temporales. Surgieron gracias a un costo hundido de por lo menos 25 mil millones de dólares —probablemente más— y a un pozo sin fondo de subvenciones perpetuas. Gran negocio para México.
Excanciller de México

