En apariencia, el gobierno de Donald Trump ejerce un activismo frenético contra los regímenes de Cuba, Nicaragua y Venezuela. Tras reincorporar a Cuba en la lista de países patrocinadores del terrorismo, impuso un arancel del 18 % a productos nicaragüenses y duplicó la recompensa por la captura de Nicolás Maduro -hasta 50 millones de dólares- como jefe del llamado Cártel de los Soles. A ello se suma la retahíla de declaraciones condenatorias de funcionarios estadounidenses.

Se trata, sin duda, de una política de presión más severa que la ingenuidad mostrada por los asesores de Joe Biden. No en vano, Maduro se burló de su administración cuando, en enero de 2024, inhabilitó a la líder opositora María Corina Machado, violando el acuerdo de Barbados de 2023 y el compromiso de garantizar elecciones justas en Venezuela.

Sin embargo, visto con rigor, resulta evidente que Washington ha carecido de un plan claro para forzar transiciones democráticas en dichas dictaduras y cleptocracias, a diferencia del que tuvo Ronald Reagan en los 80. Este no solo enfrentaba a las guerrillas marxistas y hacía retroceder la influencia soviética, sino que también preparaba salidas institucionales a las autocracias.

Lo de Trump se asemeja entonces más a una tolerancia calculada, una inacción estratégica, en espera de que los actores internos o factores externos produzcan un cambio en regímenes que no representan una amenaza inmediata. Mientras tanto, transmite la sensación de que “hace algo”, de que no permanece con los brazos cruzados.

Desde luego, sanciones selectivas y condenas simbólicas contribuyen al aislamiento de esos regímenes. No obstante, con la estrategia de la no estrategia, Trump evita comprometerse y elude costos políticos que acarrearía una política de máxima presión. Además, la inacción relativa le preserva la capacidad de negociación e impide, por ejemplo, que China hegemonice el control del sector petrolero venezolano. Aunque suene paradójico, a Estados Unidos le resulta menos riesgoso, en ciertas coyunturas, un autoritarismo estable y predecible que su colapso abrupto.

Podría alegarse que tal visión desconoce los esfuerzos o la estrategia real de Trump y su secretario de Estado Marco Rubio. Sin embargo, basta recordar el ademán de intervención en Venezuela del consejero de Seguridad Nacional John Bolton, en enero de 2019, para apreciar la inhumana eterna espera de las oposiciones democráticas por apoyos exteriores efectivos mientras son reprimidas y masacradas. En aquel entonces, en rueda de prensa, las cámaras captaron en su cuaderno la frase: “5,000 soldados a Colombia”. El propio Bolton confesó, un año después, que la opción militar nunca se consideró seriamente y que Washington carecía de rumbo claro.

Ahora bien, las sanciones son insuficientes. Un arancel del 18% a Nicaragua podría restar 200 o 300 millones de dólares en exportaciones, cuando Estados Unidos le adquiere entre el 45 y 50% de los 7.717 millones exportados en 2024. Además, las crecientes remesas de los nicaragüenses expulsados representaron al régimen de Ortega un colchón de 5,243 millones de dólares en el mismo año. El absurdo de las dictaduras contemporáneas latinoamericanas no tiene parangón: las remesas de los migrantes, sobre todo desde Estados Unidos, se convierten en la alimentación intravenosa de las maquinarias represivas de sus propios compatriotas.

Por otra parte, la recompensa por Maduro y la designación de carteles mexicanos y venezolanos como organizaciones terroristas parecen más baza de presión que determinación real. Si hubiera decisión de intervención militar contra el narcotráfico, se habría ampliado la lista a nuevas guerrilleras colombianas, un país disparado en la producción de coca que abastece el 80 % de la consumida en el mundo. Además, una intervención militar en México sería un exabrupto que subvertiría el perfil del gobierno Trump, en tanto que una operación para capturar a Maduro no se anunciaría con estrépito. Desde luego, salvo que se esté legitimando la acción o se cuente con sectores de las fuerzas armadas venezolanas listos a contribuir con la caída de Maduro.

En esa tesitura, la reciente noticia del mayor despliegue militar estadounidense en el Caribe desde la invasión a Panamá en 1989 puede marcar un punto de inflexión. Una movilización que refuerza la paradoja: Estados Unidos dispone de una fuerza descomunal y de un abanico de opciones financieras, pero útiles solo si decide actuar. Aunque los dictadores del socialismo del siglo XXI cuentan con ventajas que no tuvieron los de derecha, esta podría ser una de las mayores oportunidades para Estados Unidos y de vulnerabilidad del sindicato populista latinoamericano. Los recientes resultados electorales en Bolivia lo confirman, a diferencia de lo que enfrentaron George Bush y Barack Obama con Chávez, Lula, los Kirchner, Correa, Ortega, Morales y compañía.

Así, mientras el gobierno Trump no defina una estrategia clara para la transición democrática de las dictaduras caribeñas, no se avizora salida a la encrucijada planteada por Domingo Faustino Sarmiento en Facundo, en 1851. Decía el escritor y expresidente argentino: ¿acaso cuando un forajido o un loco frenético se apodere del gobierno de un pueblo, asesine sin piedad y traiga alborotadas a las naciones vecinas, habrá de tolerársele y dejarlo destruir a su salvo [arbitrio]?

Analista político e internacional

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