Hace poco, Donald Trump dijo que había “decidido” lo que iba a hacer con Venezuela, sin dar más precisiones, pero concentrado fuerzas aeronavales en el Caribe. No sabe qué hacer a propósito de Ucrania, puesto que su “gran amigo” Vladímir Putin no le regaló la paz en veinticuatro horas, y parece más cercano a vender a Ucrania que enfrentar a Moscú, justo cuando los ucranianos necesitan toda el material militar posible. ¿Será por eso que Trump armó la tensión alrededor de Venezuela (y de Colombia)? ¿Estaría buscando un “te doy para que me des”? “Dejo en paz a tu protegido venezolano y tú paras tu ofensiva en Ucrania sobre la actual línea de fuego”.
Los lazos que unen Venezuela a Rusia son antiguos, con una dimensión estratégica que ridiculiza la invocación trumpiana del narcotráfico acompañada de destrucción de algunas lanchas. Hace 26 años que Hugo Chávez llegó al poder y, desde 2013, Nicolás Maduro, el heredero que había designado antes de morir, ha mantenido y endurecido al régimen. Ocho millones de venezolanos han dejado su país, provocando una crisis migratoria en las Américas. Es cierto que el narcotráfico tiene una gran dimensión venezolana, como tiene una mexicana; es cierto que existen cárteles como el famoso Tren de Aragua o los Soles (aquél, ligado a los militares). Pero importa más la alianza histórica entre Rusia, Cuba y Venezuela. Unas semanas después de la invasión/anexión de Crimea, en 2014, Vladímir Putin viajó a la Habana y canceló la deuda cubana; Venezuela cubría casi todas las necesidades petroleras de la isla, mientras que Cuba le proporcionaba sus excelentes servicios en materia de seguridad, en colaboración con los rusos. La cooperación militar con Moscú, desde los primeros años del régimen, se manifestó, y se sigue manifestando, en venta de armas de todos tipos –el ejército dispone de una excelente defensa antiaérea que podría sorprender a los americanos– y maniobras aeronavales comunes en el Caribe. Más de una vez, Caracas y Moscú han afirmado su voluntad de formar “un contrapeso a la influencia americana”. Los rusos han invertido en el sector de los hidrocarburos y en las minas, entregan trigo, de vez en cuando mandan bombarderos y buques de guerra, por si acaso.
Eso no le cuesta mucho al gobierno ruso y es muy útil para tener abierto un “frente secundario” cerca de los EU. En el pensamiento estratégico ruso, nada despreciable, el segundo frente y la guerra asimétrica tienen su importancia: con poco, se hace mucho. China no está lejos que observa y espera su hora, volviéndose un gran socio económico y comercial de América latina. De modo que Donald Trump debería pensar mejor sus opciones estratégicas. ¿Piensa? ¿Escucha especialistas? Él desprecia a los especialistas, ha descabezado al alto mando de las tres armas y su ministro de relaciones, Marco Rubio no es el mejor consejero cuando se trata de Cuba y Venezuela.
Donald Trump quiere retirarse de Europa y lo hace, pero le va a ser difícil liquidar a la OTAN; mucho depende de Vladímir Putin y de la evolución de la situación en el campo de batalla ucraniano. Se implica mucho en el Medio Oriente y no puede olvidar el Oriente Extremo donde la flamante gobernante japonesa, discípula suya, crea tensiones con Pekín. En tales condiciones, Washington cometería un grave error al ir más allá de la destrucción esporádica de lanchas de supuestos narcotraficantes. Pasar de una operación de policía internacional de dudosa legalidad a la guerra podría ser catastrófico para todos.
¿Existe en Washington una visión geopolítica que tome en cuenta las interconexiones entre Europa, Medio Oriente, Pacífico? Lo que pasa en cada uno de esos teatros afecta a los otros. Dejar las manos libres a Netanyahu en Gaza y Cisjordania, bombardear a Irán, abandonar a Ucrania, obligarla a capitular, no corresponde a una gran estrategia, comparable a la de Moscú, a la que tiene Pekín. Pensar que el destino de las democracias occidentales, empezando por Ucrania, depende de las jugadas, de las “intuiciones” de Donald Trump, le quita el sueño a uno.
Historiador en el CIDE

