Serguei Chapnin, antiguo editor en el Patriarcado de Moscú, ahora en exilio en el Centro de Estudios Cristianos Ortodoxos, en la universidad de Fordham, publicó el 20 de octubre en el Moscow Times (en ruso) un ensayo intitulado “Morir en la guerra por el imperio como “camino hacia Cristo”. A propósito de un monumento consagrado por un arzobispo, dice que la Iglesia “oficial” en Rusia moderniza la iconografía tradicional de una manera que raya la herejía. Pura coincidencia, el mismo día 20, el patriarca Kirill consagraba el templo de San Jorge el Victorioso, en Rostov sobre el Don, el mayor templo militar del Distrito militar Sur. Al final de la ceremonia, afirmó: “A lo largo de toda la historia de Rusia, sus Fuerzas Armadas y la Iglesia han formada como un solo organismo.” En cuanto al arzobispo Foma, había viajado el domingo 12 de octubre a Nakhabino, cerca de Moscú, para consagrar, en el templo de San Jorge, el monumento a “los guerreros caídos”, “símbolo del lazo espiritual entre las generaciones”. Al final ofreció “una oración especial para la Santa Rusia”, oración que, desde el inicio de la agresión contra Ucrania, por órdenes patriarcales, los sacerdotes deben rezar para que Dios le dé la victoria a la Santa Rusia. El que se atreve a cambiar la palabra “victoria” por la palabra “paz” pierde su función eclesial, si bien le va.

El monumento pretende consolar a los que perdieron a alguien en la guerra, pero, dice S. Chapnin, “explota la humana necesidad de consuelo, transformando espacios sagrados de duelo en instrumentos de propaganda bélica y movilización ideológica”. ¿Por qué? Hay que describir el monumento, comparándolo con el ícono clásico de Cristo que baja a los infiernos para rescatar a Adán y Eva. Lo tengo sobre mi escritorio y, a su lado, la foto del monumento cuya composición despierta la “perplejidad teológica” de Chapnin. En efecto, como en el ícono, Cristo resucitado extiende su mano para levantar al soldado. Eva ha desaparecido, el guerrero muerto ocupa el lugar de Adán. El soldado, una rodilla en el piso, asume una firme postura sobre el suelo de Ucrania, donde cayó. A la cintura, lleva pistola y granada, chaleco y casco. Entrará armado al paraíso.

Debajo del grupo se lee: “Hoy subo con Usted que ha subido porque, de la muerte a la vida y de la tierra al cielo, Cristo nos ha conducido, los que cantamos el himno de la victoria.” En el ícono, Adán y Eva nos representan a todos los humanos, vivos y muertos; en el monumento Cristo da la mano a un soldado ruso en uniforme moderno, de modo que la resurrección se vuelve “profesional” y se reserva exclusivamente a los que mueren para que el imperio ocupe Ucrania. “La idea seudoteológica de que la muerte por el imperio abre el camino a la vida eterna —eso es herejía. Y es precisamente la idea ilustrada por el monumento”.

Del punto de vista de la propaganda, tal como la realizan el patriarca Kirill y sus obispos, la imagen del “guerrero caído” es impecable. Representa al millón de soldados rusos muertos y heridos y se aleja de toda evaluación moral: “cada caído es digno de memoria”, dijo el arzobispo. Al principio de la “Operación Militar Especial”, el patriarca Kirill se atrevió a decir que era una guerra santa y que la sangre del caído en combate lavaba sus pecados, de tal manera que ganaba en seguida el cielo. El monumento en el templo, y no es el único en Rusia, es teológicamente atrevido porque transforma en héroes a los agresores y justifica la violencia. Ese culto de la guerra y de la muerte se aleja mucho de la tradición cristiana que pide a Dios misericordia y consuelo para todas las víctimas. “La Iglesia ortodoxa es un espacio de arrepentimiento y de reconciliación, no un instrumento para justificar nuevas olas de violencia o la movilización ideológica alrededor de la idea de “guerra santa” en nombre del imperio”, afirma Serguei Chapnin. Y la guerra sigue, sigue, y toda discusión es imposible en Rusia, cuando obispos y sacerdotes participan a la sacralización de la mentira.

Historiador en el CIDE

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