Querido Raudel, leí con mucho interés su artículo (El Universal, 2 de julio), una crítica al diálogo que Jacobo Dayán y yo publicamos bajo el título de Crisis o Apocalipsis. El mal en nuestro tiempo (Taurus 2025). Se lo agradezco. Cuando lo hicimos, Dayán y yo buscábamos lo que usted acaba de hacer: iniciar un debate sobre un libro que usted califica a la vez como “uno de los más importantes que se han publicado en México en la última década” y “el más desesperanzador”. No sé si lo primero sea verdad. En todo caso es un libro que toca con la honestidad y el poco o mucho saber que nos corresponde temas fundamentales del angustiante malestar de nuestro siglo. Por ello es desesperanzador. En medio de nuestros acuerdos y disensos, Dayan y yo no hemos querido ahorrarnos un gramo de la oscuridad que vivimos y de lo que, suponemos, la generó. Los profetas de la desgracia no buscan sucedáneos. Saben que en un mundo que perdió sus coordenadas y se desmorona, esos sustitutos —llámense hoy fe, esperanza, democracia, populismo o como quiera que se les nombre— han fracasado, y son, como lo estamos viviendo, la mejor manera de ahondar el nihilismo y el horror. Pensamos que sólo cuando nos atrevemos a ir al fondo de la oscuridad es posible buscar la luz que perdimos, pensar, como lo dice el ahora Capitán del EZLN, en el día después.

Usted de alguna forma está de acuerdo con ello, sobre todo en el diagnóstico que Dayán y yo hicimos sobre México y la mal llamada “transición democrática”, diagnóstico que usted ahonda en su artículo. Le desagrada, sin embargo, la base argumentativa no de Dayán, sino la mía. Al mismo tiempo que lanza una mirada compasiva sobre mi condición de víctima —“es muy difícil juzgar con imparcialidad a un hombre tan marcado por el horror como Sicilia”— tiene a bien —lo que celebro— ponerla entre paréntesis y cuestionar lo que usted llama mi “fatalismo profético” que, aun cuando es “inseparable de una convicción religiosa respetable, no necesariamente se sostiene en términos teóricos”. Esa posición, continúa, está “muy marcada por el determinismo místico […] Similar al fatalismo del materialismo histórico marxista, pero con otro signo ideológico”. Le molesta, por lo mismo, que, siguiendo a Iván Illich, marque el inicio de la crisis o del apocalipsis que vivimos con el surgimiento del Evangelio y la noción de caridad que, retomando a Illich, ilustro con la parábola del Buen Samaritano.

Para usted, Occidente y sus desarrollos, sobre todo industriales, son producto del “egoísmo”, motor, dice, junto con Vargas Llosa y los economistas burgueses, del progreso. Haciendo a un lado el espantoso papel que el industrialismo jugó en los campos de exterminio nazi, en la colectivización soviética, en la creación de la bomba atómica y en la deshumanización que la era digital ha potenciado —tema que Dayán y yo tratamos abundantemente en el libro— usted sólo mira su aparente bondad y la ilusión que provoca. “Esa industria y productividad a gran escala —escribe— son las que nos permiten abrigar la esperanza de acabar con el hambre, de proveer un mínimo de bienestar material a toda la humanidad”.

Pero su objeción más dura a lo que usted llama mi argumento es mi “renuncia a la esperanza”, mi “pesimismo”, mi ausencia de “escepticismo” que, según usted, debe ser “la función del intelectual”. No puede entender que yo no vea esperanza en lo que las víctimas hemos hecho. “Fueron ustedes —rememora lo que hizo el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad— quienes pusieron a temblar a tres presidentes de la República, al grado de que López Obrador tuvo miedo de recibirlos. Esa masa de desposeídos que marcha detrás de usted es la demostración más contundente que yo veo de que hay motivos para la esperanza”. Pese a ello, yo, dice usted, no valoro lo suficiente “esa sensibilidad occidental" que asocio “con el imperialismo, la barbarie tecnológica y el genocidio”; no valoro que ese mensaje haya sido magnificado y continúe siéndolo en las madres buscadoras gracias a “esos medios de comunicación masiva, [a] esas redes sociales y al mundo digital” que Dayán y yo criticamos.

Concluye, luego, con algo conmovedor, que guardo agradecido en mi corazón y de lo que, por desgracia no podré hablar aquí constreñido por el espacio.

Es evidente que usted pone sobre la mesa un problema fundamental que está en el centro de Crisis o apocalipsis: el origen de la civilización, su malestar, que se ha vuelto mundial y que se mide en el desfondamiento de las democracias, la emergencia de los llamados populismos, el nihilismo, y el papel que juega en ello los desarrollos tecnológicos en la destrucción del mundo de lo humano o –es lo que usted cree— en su posible solución. Creo, sin embargo, necesario precisar algunos puntos en relación a la crítica que hace sobre mi argumento, con el fin de que el debate adquiera un buen rumbo.

Aun cuando leyó Crisis o apocalipsis, me queda claro que no leyó mis reflexiones con atención o si lo hizo, las leyó cegado por un prejuicio racionalista que mira el cristianismo y su lenguaje como meros dogmas y niega que sus contenidos poéticos sean un método de conocimiento. Es evidentemente, por lo mismo, que tampoco ha leído mi obra —sobre todo Aproximaciones a un tiempo del fin— y mucho menos la de Illich y la de Jacques Ellul, uno de sus maestros. Si lo hubiera hecho sabría que nada hay en mí de “un determinismo místico” —usted ignora la mística, lo más antideterminista y libre de una tradición dogmática— ni de un “fatalismo profético” —usted ignora también la visión profética que nace de una aproximación intuitiva de la realidad, muy cercana a la poesía.

Lo que Illich dice, y yo con él en una apretada síntesis, es que el Evangelio trajo al mundo un nuevo género de amor: al amar al prójimo amamos a Dios que se hizo carne, proporción humana, en la persona de Jesús de Nazaret: “Quien hace algo por unos de mis hermanos, aun por el más pequeño, lo hace por mí” (Mt. 25, 40).

Hasta entonces, ese tipo de vínculo estaba limitado a los connacionales y nada tenía que ver con Dios ni con los dioses. Los griegos, por ejemplo, tenían deberes de hospitalidad con los griegos, pero no con los xenoi (los extranjeros). A parir del Evangelio, el prójimo —como lo señala la idea de la Encarnación y la parábola del Buen Samaritano—, se volvió una elección: cualquiera —si el corazón lo elegía— podía ser mi prójimo, incluso un enemigo —el judío herido al que asiste el samaritano era, en el orden de los deberes del ethnos, su enemigo.

La inauguración de este nuevo horizonte trajo consigo también un nuevo género de mal que tampoco existía en ninguna otra cultura: la búsqueda de administrar y legislar ese nuevo amor creando una institución, la Iglesia, que lo garantizara. Así, apareció un nuevo tipo de poder que, al lado del imperio romano, creó las primeras instituciones de servicio –casas para extranjeros, huérfanos, viudas, etc.--. Podría decirse que, al mismo tiempo que, con el cristianismo, el ser humano se volvió un ser susceptible de ser salvado para alcanzar la vida eterna, se volvió también un ser necesitado de cuidados institucionales. A partir de entonces todo el andamiaje de Occidente y sus poderes –primero de la Iglesia y del Imperio; más tarde del Estado laico, que se creó a imitación de la Iglesia y que se ha extendido por el mundo--, se pusieron al servicio de una humanidad que había que salvar de la precariedad.

Occidente es en este sentido inconcebible sin su profunda inquietud de construir instituciones y cosas –tecnologías-- que se hagan cargo de las necesidades humanas y superen su precariedad. El racionalismo, el Estado laico y todos sus organismos de servicio, aun cuando desalojaron el principio de Dios, han sido, en este sentido, una tentativa de extender y multiplica la caridad cristiana; de administrar el amor. Allí, paradójicamente, se encuentra su perversión, ese nuevo mal que nació con el Evangelio y que Illich sintetiza con una frase de san Jerónimo (siglo V): “La corrupción de lo mejor es lo peor”. “La personal libertad de elegir a mi prójimo –dice Illich— se transformó en el uso del poder y el dinero para suministrar todo tipo de servicios”. Con ello se crearon “las llamadas necesidades de servicios que se convirtieron en mercancías cuya demanda jamás podrá satisfacerse y que generan miles de violencias que hoy vivimos. ¿Tenemos suficiente salud, suficiente educación?”; ¿suficientes celulares? Multiplique esto, Raudel, por todos los cientos de miles de mercancías que el industrialismo y la era digital han producido y ofertado para satisfacer las necesidades humanas que se han globalizado y que destruyen la libertad, los límites éticos, las diversidades culturales y el mundo en donde lo humano y la vida florecen. Eso es lo que yo llamo un tiempo apocalíptico, “un tiempo del fin”, que nada tiene que ver con un determinismo y sí con un análisis histórico. No sé si esto derive en el “final de los tiempos” —Jesús de Nazaret es perentorio al respecto: “Nadie sabe el día ni la hora”—, pero sé que su oscuridad es profunda, que no augura nada bueno y que su velocidad difusiva nada ni nadie podrá detener. No tengo, como ve, esperanzas humanas. Las que guarda mi fe son teológicas y transhistóricas –Cristo es en este sentido mi modelo--. Tengo también un profundo amor por las resistencias, como las que las víctimas realizamos cada día y usted elogia--. Ellas no cambian nada, pero mantienen la dignidad y el sentido de lo humano. Mi modelo en este sentido es el Sísifo y el hombre rebelde de Camus, y una figura que aparece en la segunda carta que Pablo de Tarso envío a los tesalonicenses y que se conoce como “El misterio del mal”: el katéckhon (“el que retiene”) y evita el final. Tal vez un día, cuando todo se desmorone, ese tipo de resistencias que están en las periferias del sistema y conservan la dignidad y el sentido, puedan reconstruir lo humano aquí en el mundo. Sobre esa base, y no sobre prejuicios, me gustaría continuar este debate e invitar a otros a discutir lo que en Crisis o Apocalipsis hay. En medio de la polarización, la banalidad, la violencia y la inmediatez, necesitamos conversar sin miedo y sabiendo que no tenemos respuestas y las que tenemos son provisionales.

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