Por Mateo Crossa

El 1 de noviembre fue asesinado el presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo, un hecho que reactivó el discurso oficial sobre la “crisis de seguridad” en Michoacán. Los medios de comunicación, las cámaras empresariales y la clase política respondieron con una narrativa predecible: la necesidad de reforzar las estrategias de seguridad. Al mismo tiempo, el subsecretario de Estado de Estados Unidos, Christopher Landau, anunció el “pleno apoyo” de su país a México para fortalecer la seguridad en el estado, reeditando el viejo guion de la cooperación bilateral en materia militar bajo el argumento de combatir al narcotráfico.

Pocos días después, el gobierno federal presentó el Plan de Paz y Justicia para Michoacán, cuyo resultado inmediato fue el despliegue de más de 12 mil elementos del Ejército y la Marina. Sin embargo, esta respuesta evidencia un patrón reiterado: militarizar el territorio como forma de gobernar la crisis, mientras se elude cualquier cuestionamiento estructural sobre las causas profundas de la violencia. La narrativa dominante se concentra en el “orden” y la “seguridad”, invisibilizando la manera en que el propio Estado ha contribuido a normalizar la violencia como dispositivo de control político y económico.

Más allá del espectáculo mediático y del discurso oficial sobre la seguridad, se oculta una realidad mucho más profunda: la descomposición social y política que vive Michoacán, acompañada por una recomposición económica impuesta y controlada por las cadenas monopólicas agroexportadoras, basada en la destrucción de la economía campesina-comunal y la superexplotación de la fuerza de trabajo jornalera. En especial, en la región de Uruapan, donde durante las últimas dos décadas se configuró un patrón de especialización productiva que adquirió la forma de un enclave agroexportador de carácter extractivo, centrado en la producción intensiva de aguacate para el mercado estadounidense. Este modelo económico no puede entenderse sin el marco de violencia estructural y despojo territorial que lo sostiene.

La militarización de Michoacán no es un hecho aislado, sino un componente esencial del modelo neoliberal de acumulación por desposesión. El Operativo Conjunto Michoacán de 2006, que marcó el inicio de la llamada “guerra contra el narcotráfico”, fue en realidad el punto de partida de una reconfiguración territorial en la que las fuerzas armadas, el crimen organizado y los capitales agroexportadores operaron de manera complementaria. La violencia no fue un efecto colateral: fue una herramienta estratégica para la implantación del proceso de reorganización económica del territorio y de crisis política.

El despliegue de las fuerzas federales coincidió con la expansión acelerada del monocultivo aguacatero, que transformó los paisajes forestales en campos intensivos de exportación. Este proceso ha implicado el despojo de tierras ejidales y comunales, la deforestación sistemática de la zona boscosa del cinturón aguacatero, y la privatización del agua y de los bienes comunes. Así, el auge del “oro verde” michoacano se construyó sobre una doble violencia: la militar y la ecológica.

Michoacán produce actualmente tres cuartas partes del aguacate nacional y cerca de un tercio del total mundial, pero la riqueza generada por este circuito global de exportación no se queda en la región. El enclave aguacatero funciona bajo una estructura de dependencia neocolonial: los insumos (semillas, fertilizantes, agroquímicos) están controlados por corporaciones transnacionales; la comercialización y distribución del producto están en manos de empresas estadounidenses, que capturan la mayor parte del valor agregado. En cambio, la base productiva local opera bajo condiciones de concentración de la tierra, precarización laboral y deterioro ambiental.

Los jornaleros agrícolas, pieza fundamental de este modelo, enfrentan condiciones de superexplotación que reproducen las formas más crudas del capitalismo agrario. Mientras en los supermercados estadounidenses un aguacate puede tener un precio de 1.75 dólares o más (aproximadamente 31 pesos), el trabajador que lo cosecha recibe alrededor de 300 pesos por día. Esto implica que, tras recolectar una decena de aguacates, apenas cubre el valor de su propio salario diario. El resto de su producción —cientos de frutos— se traduce en beneficios que son apropiados por las empresas exportadoras e intermediarias, evidenciando así un proceso sistemático de expropiación del trabajo vivo, en el que la riqueza generada por la fuerza laboral se concentra en manos del capital.

El modelo agroexportador michoacano, presentado como símbolo de modernización y éxito económico, en realidad constituye un laboratorio de violencia neoliberal: un espacio donde el Estado, el capital y el crimen convergen en un régimen de control territorial sustentado en la coerción, la precariedad y el miedo. La militarización, lejos de resolver la violencia, la institucionaliza y la articula al funcionamiento del mercado global. Esto es particularmente relevante en un estado cuyo tejido social comunitario es denso por la presencia de pueblos originarios que han defendido sus territorios y generando alternativas de seguridad comunitarias contra el despliegue de la violencia desnuda del Estado y de cuerpos paraestatales-delincuenciales.

Así, el asesinato del presidente municipal de Uruapan no puede interpretarse como un hecho aislado o un problema de “inseguridad pública”, sino como una expresión de las tensiones estructurales de un territorio subordinado a las lógicas del capital transnacional. En Michoacán, la guerra y el aguacate no son opuestos: son dos caras de un mismo proceso de despojo que ha hecho del terror un instrumento de gobierno y del monocultivo, el emblema del desarrollo económico.

Sin embargo, la propuesta que el gobierno federal despliega frente a la crisis de Michoacán parece distante de cualquier intento por cuestionar las estructuras de dominación que sostienen al enclave aguacatero. En lugar de interpelar el poder del capital transnacional que controla la producción, distribución y exportación del aguacate, así como reconocer y respetar las estrategias de seguridad comunitaria, la política pública reproduce la misma lógica de subordinación al mercado global.

Es momento de cuestionar la jerarquía de mando que articula al enclave aguacatero —donde convergen el capital agroindustrial trasnacional, el aparato coercitivo estatal y el crimen organizado — a pesar de que se avizora una política oficial que refuerza la militarización del territorio bajo el discurso de la seguridad. Esta insistencia en la securitización como solución única no sólo ha demostrado su ineficacia para reducir la violencia, sino que además legitima la ocupación permanente del territorio por fuerzas armadas, normalizando un régimen de excepción que debilita la vida comunitaria y el tejido social. La “paz” que se anuncia con bombo y platillo no es la paz de la justicia ni de la dignidad, sino la paz del control, la paz militarizada del capital, que busca garantizar la continuidad de un modelo económico basado en el despojo y la superexplotación.

Mateo Crossa Niell

Profesor investigador del Instituto Mora. Doctor en Estudios Latinoamericanos y en Estudios del Desarrollo. Sus líneas de investigación giran en torno a la economía política, desarrollo y dependencia en América Latina, poniendo especial énfasis en la reestructuración productiva internacional y el mundo del trabajo.

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