En mayo de 2025, Tabasco se convirtió en el estado 24 en implementar en México la interrupción legal del embarazo (ILE). Con ello, y aunque de manera desigual en el país y con mucho por hacer al respecto, los avances han sido importantes en materia de los derechos a la salud reproductiva. Tales avances son resultado de la emergencia de concepciones coyunturales sobre el aborto durante el último cuarto del siglo XX, cuando las discusiones públicas comenzaron a centrarse, por un lado, en el derecho a la vida del producto de la concepción; y, por otro, a la salud y al cuerpo de las mujeres y a una maternidad elegida. A partir de entonces se han afianzado en lo general dos posturas sociales y políticas antagónicas: una totalmente en contra de la despenalización del aborto y otra a favor. Pero no siempre fue así en el pasado del aborto.
En la Nueva España era sancionado no necesariamente porque violentara la vida, sino porque era un acto que se interponía en el destino del alma. Su gravedad radicaba en que, al igual que la contracepción, la masturbación masculina, el bestialismo o el suicidio, agredía el mismo principio: intervenir en los designios divinos. Según las leyes reales (Siete partidas o Fuero juzgo) azotes, destierro o ceguera para las mujeres que abortaban y quienes las asistían. No obstante, en la práctica no se aplicaban estos duros castigos. En realidad, cuando se llegaba sancionar el aborto solía haber una mayor preocupación por su relación con otros pecados o delitos altamente reprobados como la fornicación, el adulterio o el incesto.
La iglesia, por su parte, no solía intervenir en las causas judiciales, salvo que se sospechase de brujería o hechicería (por el uso de hierbas), bigamia, blasfemia o solicitación. Las sanciones religiosas, dependiendo si el embrión estaba animado (40 días después de la concepción en el caso de hombres y 80, en el de mujeres), podían ser rezos, penitencias, encierro monacal, excomunión.
Con el pensamiento ilustrado, las nociones sobre el aborto en el siglo XIX cambiaron. En el código penal federal de 1871, primero en su tipo, en México el aborto fue calificado como un atentado contra la vida; sin embargo, merecía penas muy bajas, sobre todo si los embarazos eran ilegítimos. Con ello, se fortalecía la idea de la procreación en el marco de la familia heteropatriarcal. Además, su tipificación delictiva consistía en la maniobra en sí misma (cesárea) para extraer al feto, viviese o no.
Por su parte, la Iglesia católica consolidaba una postura de mayor censura. Con la Bula Apostolicae Sedis (1869) el aborto, desde la concepción, fue considerado un terrible pecado y merecía el castigo más severo: la excomunión inmediata y sin mediación de proceso eclesiástico. En tanto, en términos sociales comenzó a manifestarse un desprecio hacia las mujeres que abortaban, quienes solían ser denunciadas por gente allegada, no tanto por un fehaciente aprecio al ser por nacer, sino bajo el argumento de que lo hacían por haber sostenido relaciones sexuales ilegítimas. Este repudio fue en aumento a lo largo del siglo XX.
Ya en el siglo XX, con la emisión del código federal de 1931 se penó la muerte del producto de la concepción. Por primera vez en México la vida intrauterina era reconocida como una entidad jurídica distinta de la mujer, aunque el delito mantuvo penas bajas y el peso de la
carga moral: cuando se interrumpía un embarazo ilegítimo se otorgaban de seis meses a un año de prisión; si era legítimo se condenaba hasta con cinco años. Además, no era punible cuando el embarazo era producto de una violación (otra novedad en la historia del aborto), peligraba la vida de la embarazada o acontecía por una imprudencia de la mujer.
Por su parte, los medios de comunicación (prensa, radio, cine, televisión) difundieron posturas más aproximadas a las visiones católicas y a las nuevas concepciones sobre el derecho a la vida del ser humano en gestación. Estas visiones empataron con las nociones tradicionales de la familia patriarcal y con la idea de que las mujeres que abortaban eran promiscuas y tenían un supuesto instinto materno desviado.
Los acalorados debates en la esfera pública en torno al aborto iniciaron cuando grupos feministas comenzaron a demandar su despenalización a finales de la década de 1970 y cuando a inicios de la presidencia de Miguel de la Madrid (1982-1988) se pretendió agregar causas de no punibilidad (por malformación fetal y por riesgo para la salud de la mujer) en el código penal federal. Pero nada de eso prosperó. Ante un feminismo fragmentado y sin cohesión en sus posturas con respecto a la despenalización del aborto, a lo que se sumó un generalizado desinterés social, resultó abrumador el despliegue de esfuerzos encabezados por grupos sociales de ultraderecha (como Provida) y ciertos personajes de la élite católica (como el arzobispo Ernesto Corripio Ahumada).
La radicalización de los disensos respecto a la despenalización del aborto aumentó en 1999 al proponerse –y aprobarse en 2000– la anexión de causas de no punibilidad (riesgos graves en la salud de la mujer, inseminación no consentida y de malformaciones genéticas) para el código penal del Distrito Federal. Finalmente, en 2008 la Suprema Corte de Justicia la Nación (SCJN) ratificó la ILE para esta región. Ello fue un anuncio de los cambios por venir, pero también extremó las posturas discordantes. Pasaron 11 años para que el siguiente estado, Oaxaca, aprobara la ILE. Así, poco a poco, con el esfuerzo de organizaciones civiles, laicas e, incluso, religiosas (como católicas por el derecho a decidir), con una ciudadanía más involucrada y con la SCJN comprometida con los derechos humanos, hoy sólo restan 8 estados para que México se pinte todo de verde.
Para los/as interesados/as en conocer más al respecto, estas y otras reflexiones se encuentran en mi libro El aborto. Perspectivas y debates en la historia de México (IIH-UNAM).
Martha Santillán Esqueda
Historiadora e investigadora del Instituto Mora