Hace un año empecé esta columna con El periódico en la mesita de noche. Hoy escribo la última.
Durante este tiempo compartimos historias que nacieron del alma. Hablamos de la culpa que se acumula en las pantorrillas, de cómo a veces cargamos más por lealtad que por error. Descubrimos que el dolor no siempre es castigo, sino parte del mapa que nuestra alma trazó antes de llegar aquí.
Les conté que se puede vivir en paz aunque afuera haya guerra, que uno puede ser libre incluso dentro de una prisión, y que soy el capitán de mi alma aun cuando todo tiembla alrededor. Hablamos de la dignidad, de ese fuego que nadie puede apagar aunque intenten ensuciarte, y que el éxito no vale la pena si cuesta el alma.
También reímos con La mosca que intentó besarme, porque entendimos que la vida tiene su propio sentido del humor, y que cuando dejas de pelear con ella, deja de molestarte.
En La mentira envuelta en incienso descubrimos que no todo lo que brilla es verdad, y que la espiritualidad sin coherencia es solo mercadotecnia con aroma.
En La apaga fuegos lloramos con las mujeres que crían en soledad, sin red, apagando incendios con una mano y sembrando amor con la otra.
En Y entonces apareció el dinero comprendimos que la abundancia no llega por controlarla, sino por confiar en el flujo de la vida.
En Hombros achicharrados recordamos que cargar más de lo que nos corresponde no nos hace fuertes, nos quema.
Y en Soltar no es perder aprendimos que hay amores que se quedan incluso cuando se van, y que a veces lo que se rompe no se pierde: te libera.
Caminamos juntos con los pies rotos y comprendimos que la suavidad también es una revolución, y que no hay debilidad en hablarte bonito. Que aun cojeando se puede tener un corazón invencible, que la alegría es un virus más contagioso que el enojo y que, al otro lado de la angustia, descubres tu poder interior.
Nos atrevimos a mirar al mercado del wellness y reconocer que la felicidad no se compra, que el verdadero bienestar se parece más a rendirse que a controlarlo todo.
Cada historia fue una pequeña alquimia. En cada texto aprendí que la escritura no solo comunica, también sana. Que cada palabra tiene el poder de reconciliarnos con lo que fuimos y con lo que aún estamos siendo.
Pero lo más valioso de este viaje fueron ustedes: quienes leyeron, escribieron, lloraron y se rieron conmigo. Quienes me dijeron que encontraron consuelo en mis palabras, que se sintieron menos solos, que se atrevieron a vivir distinto.
Eso fue el verdadero INGRIDiente Secreto: descubrir que cuando uno sana en voz alta, otros también sanan en silencio.
Y justo hoy, que en México encendemos altares para honrar a quienes ya partieron, recuerdo que la muerte no es un final, sino una continuación distinta. Porque cada adiós abre la puerta a un nuevo comienzo. Nada muere del todo: todo se transforma, todo regresa, todo continúa.
Me voy con el corazón encendido, los hombros ligeros, los pies firmes… y mucho agradecimiento por haber tenido el honor de formar parte de este espacio. Y no, no es un adiós definitivo. Nos veremos pronto en otros espacios que estoy creando con la misma pasión de siempre.
El INGRIDiente Secreto no se acaba aquí. Sigue latiendo dentro de cada uno de nosotros. Solo hay que atreverse a buscarlo. Con amor, Ingrid

