Hace unos días mi hijo menor jugó el torneo nacional de Pádel. Llegaron a semifinales, y contra todo pronóstico, perdieron. Su pase al Mundial quedó en peligro. Podría parecer una derrota amarga, pero cuando le pregunté si se sentía decepcionado, su respuesta me dejó sin palabras:
"No, mami. Yo jugué muy bien. Hice todo lo que estaba en mis manos. Como jugaron mis contrincantes y mi pareja, no es cosa mía". Tenía los ojos tranquilos, el alma en paz. Y esa paz lo inspiró, al día siguiente fue a entrenar más motivado que nunca.
Y yo, que también he dado todo, que he puesto el corazón en cada proyecto y relación, que me he entregado con el alma... me pregunto: ¿por qué a mí sí me duele tanto cuando las cosas no salen como esperaba? ¡Qué daría por tener esa misma paz! Esa libertad de hacer sin apegarme al resultado. Esa impecabilidad que nace del alma.
Lo que mi hijo me mostró, es una lección espiritual profunda: "Lo que pase con los demás no es cosa mía, yo hice lo que estaba en mis manos y eso me deja satisfecho". Eso no es solo madurez emocional, es libertad interior y la conquista de la dignidad.
Y su historia tiene muchos otros episodios.
Él soñaba con ser futbolista, pero una enfermedad lo llevó a una silla de ruedas. Se suponía que sería una condición de dos o tres años y al día siguiente de recibir la noticia, llegó a mi cuarto con muletas y una sonrisa: "Si no voy a poder ser el mejor futbolista, voy a ser el mejor andando en muletas".
Y así jugó un tiempo con esas muletas. Y luego, la idea de ser futbolista se esfumó porque le quedó una pierna más corta y tenía que usar un tenis especial.
Sin embargo, cambiar de sueño no lo derrumbó, por el contario, lo inspiró y le dejó un corazón más fuerte. Él tiene claro lo que muchos hemos olvidado: Que la adversidad no es castigo, es dirección. Que aun cojeando, se puede tener un corazón invencible. Y esa sabiduría no está en palabras, sino en acciones, y en su alma.
Él no actúa por un resultado, actúa desde su espíritu, desde la alegría de intentarlo, desde la dignidad de hacerlo lo mejor que puede, con lo que tiene.
Al verlo, empiezo a recordar que yo también fui así: antes de los juicios, de los fracasos, de que el mundo me dijera que mi valor dependía del éxito o de un resultado. Hoy me permito entrenarme, no en la cancha, sino en el alma:
• En soltar el resultado.
• En reconocer lo que hice bien.
• En descansar sin culpa.
• En no definirme por lo que no llegó.
• En recordar que el éxito verdadero no siempre es visible.
• En entender que una derrota aparente puede esconder una victoria profunda.
• En volver a mirar la vida como una cancha en donde lo importante no es ganar, sino estar presente con todo el corazón.
• En dejar que la inspiración me levante, incluso cuando el mundo me invita a rendirme.
Hoy entiendo que hay sabidurías que nacen desde el fuego, pero también desde la ternura. Mi hijo no está aquí para enseñarme con palabras, me enseña con su actitud, me refleja lo que yo también puedo ser: una mujer en paz con su esfuerzo, libre de apegos, conectada con su espíritu.
El INGRIDiente secreto es este: "No soy lo que se cayó. No soy lo que no llegó. No soy lo que no funcionó. Soy quien, aun cojeando, sigue con el corazón encendido."
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Gracias por acompañarme una vez más.