Durante años fui una mujer de tacones. Tacones muy altos, de esos que te alargan las piernas y te hacen ver “poderosa”. A muchas mujeres les encanta usarlos porque se sienten más seguras o disfrutan su estética, y eso está perfecto. Pero para mí, en esa época, significaban otra cosa: eran parte del personaje que había construido para cargar con todo lo que creía que debía ser.

Los usaba para trabajar, para conducir en televisión, para grabar reality shows, para cenas, entrevistas, alfombras rojas... Pero también los usaba para cargarme a mí misma con pestañas postizas, sonrisa perfecta, energía imbatible e imagen impecable. Encima llevaba expectativas y la obligación de sostener programas interminables y emociones ajenas. Intentaba caminar como Beyoncé, sí… pero con los pies rotos.

Como era “tan responsable”, ni siquiera lo cuestionaba. Cumplía, sonreía, y me creía muy profesional. En ese “profesionalismo” dejé de escucharme, de mirarme y atenderme. Me olvidé de mí.

Hasta que un día ya no pude caminar. No pude pararme ni para ir al baño porque el piso me quemaba. Como yo no dije “¡basta!”, mis pies lo hicieron por mí. Pasé tres semanas en cama, sin producir, sin rendir, sin sostener a nadie. Me sentí inútil, improductiva… pero profundamente humana.

El diagnóstico fue fascitis plantar. Pero hoy entiendo que no era solo una enfermedad de los pies: era una fractura de identidad. Mi cuerpo ya me venía hablando con avisos y ardores… pero yo seguía apretando los dientes, diciendo que sí y subiéndome a mí misma aunque doliera. Lo hacía por trabajo, por dinero, por “cumplir”.

Y ahí entendí: mi dolor era la consecuencia de tantos años llevándome a lugares a los que en realidad no quería ir. A sets donde me disfrazaba de conductora feliz, donde hacía preguntas que no nacían de mi alma, donde ayudaba a provocar lágrimas por rating. Yo sabía que algo no estaba bien, me sentía incómoda, pero no sabía que estaba participando en algo que no honraba la dignidad humana. Lo hice igual: por contrato, por obligación, por miedo. Y sí… me da vergüenza decirlo, pero también me libera. Porque ese fue el verdadero precio de caminar hacia una vida que no era mía.

Ahí, entre almohadas, llanto y silencio, vi con claridad: no tenía solo fascitis plantar, tenía mi alma cansada de actuar. Mi cuerpo estaba liberando a la mujer que se disfrazó para pertenecer, que se subió al personaje —y a los tacones— para merecer amor, que cargó con la atención de todos y se olvidó de mirarse a sí misma. Me reí, porque si no me reía me moría: es trágico y ridículo todo lo que llegamos a ponernos encima para que nos quieran.

Hoy, mientras elegía qué tacones regalar, me di cuenta de que más que zapatos, estaba despidiendo a una parte de mí. Una que confundió atención con amor, altura con dignidad, éxito con plenitud. Una que creyó que para valer… tenía que doler. Y agradezco —de verdad agradezco— que hayan sido mis pies los que hablaron primero. Porque pudo haber sido otra cosa, más grave o irreversible.

No todos se suben a unos tacones, pero todos —hombres y mujeres— sabemos lo que es ponerse un traje que aprieta: el del éxito, el del proveedor perfecto, el del hijo ejemplar, el del fuerte que nunca se quiebra…

El INGRIDiente secreto es una invitación a bajarte de la imagen que ya no eres tú y empezar a caminar —aunque sea despacio— hacia lo que sí eres, sin los pies rotos.

Te leo en mi Instagram @ingridcoronadomx.

Gracias por acompañarme una vez más.

IG: @Ingridcoronadomx / www.mujeron.tv

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