La corrupción en México ha tenido los efectos devastadores de un tsunami sexenal. Si durante el gobierno anterior creció de manera exponencial, en el actual todo indica que hasta los casos más emblemáticos y de escándalo siguen blindados por una coraza de inacción e impunidad.
¿Hay por fin límites al abuso y desvío de fondos públicos para quienes ejercen cargos en la administración pública? ¿Se sabe de investigaciones firmes, persecución de presuntos responsables o sanciones ejemplares por actos de corrupción? Nada de eso. Hoy llega a extremos intolerables, como conductas que permean y se generalizan en los tres niveles de gobierno.
Sigue ganando fuerza la noción manifestada por Trump y compartida por gran parte del establishment político de Estados Unidos que en México hay un narcogobierno, donde campea la corrupción y el control en varias regiones del país lo ejercen bandas de la delincuencia organizada que medran con la extorsión y sojuzgan a la población y han utilizado a dos bancos y una casa de bolsa para lavar dinero.
En vez de acciones consistentes y posturas firmes ante la ilegalidad y la corrupción, se envían señales contrarias a cualquier buen propósito de enderezar el rumbo. A los malos servidores no sólo se les perdona, también se les promueve y se les premia por su lealtad al régimen.
Un extitular de Segalmex, responsable en el desvío de 15 mil millones de pesos, se le nombra subsecretario de Gobierno. A otra persona, acusada por dilapidar recursos de un fideicomiso del extinto Seguro Popular y del fallido Insabi, se le designa representante de México ante la UNESCO.
El médico que abandonó todos los criterios técnicos y entró al juego zalamero de agradar al poder, es el nuevo representante de México ante la Organización Mundial de la Salud, OMS, con sede en Ginebra. Pesa sobre su reputación ser el responsable directo de omisiones y acciones que elevaron a 800 mil el número de muertes evitables durante la pandemia del Covid 19.
La corrupción carece de nacionalidad y pasaporte. Cierto. Pero en España, un escándalo de corrupción que —según las investigaciones— conecta en nuestro país con la obra del Tren Maya, cimbra al gobierno y activa la maquinaria de las auditorías y sanciones contra los implicados. Aquí basta desde 2019 con declarar cualquier obra pública como asunto de seguridad nacional para evadir pesquisas y nulificar el derecho de acceso a la información sobre el uso y destino del gasto público, un recurso funcional más para extender un velo sobre cualquier ilegalidad.
¿Otro botón de muestra? La Auditoría Superior de la Federación, ASF, detecta 770 millones de pesos en daños al erario por desvíos que incluyen a estados y dependencias federales. Es otro caso abierto del que informan algunos medios, aunque no hay reacción alguna desde la muy permisiva estructura anticorrupción del gobierno.
Si se descubre una red de comercio ilegal de diésel cuya operación involucra a servidores públicos, federales, estatales y municipales, puede ser el encabezado principal en las noticias, e incluso nos enteramos del hallazgo de una “minirrefinería clandestina” para procesar mezclas fuera de norma con productos de Pemex. Pero lo que sigue es el silencio desde el gobierno y sus dependencias y la inacción hacia los presuntos responsables.
Como agua que brota por las alcantarillas del azolvado drenaje metropolitano, la corrupción surge también a borbotones. Se ha hecho parte del triste espectáculo de las aguas negras, hoy velozmente normalizado en nuestro país.
Si la Presidenta de México quiere dar todavía un golpe de timón en este viaje inercial que le llena de piedras el camino, cuenta con las más amplias facultades y la autoridad para imponerse a quienes parecen decididos a bloquearla desde el partido-movimiento-gobierno-mayoría legislativa al que pertenece. Pero requerirá demostrar que no sólo preside, sino también gobierna.
Notario, ex Procurador General de la República