El país lleva décadas fingiendo que los municipios son frágiles por naturaleza, cuando en realidad fueron debilitados a propósito; la vieja consigna revolucionaria era que los municipios debían ser del pueblo y su comunidad.

Ese ideal se desvaneció cuando los gobernadores descubrieron que podían manejar a su antojo la vida local y desde entonces, nuestros ayuntamientos dejaron de ser instituciones constitucionales para convertirse en una alcancía rota mendigando transferencias, favores y perdones.

Los presidentes cuidan su investidura para evitar la destitución; los gobernadores, por su parte, se blindan mediante congresos locales sumisos y entre ambos se reparten el poder como si las poblaciones fuesen objetos y no sujetos.

La paradoja es grotesca: la autoridad más cercana a la vida cotidiana, la que debería encarnar la soberanía inmediata de la gente, quedó reducida a un espacio desvalido.

Las policías municipales son el ejemplo más crudo de esta caída. Se abandonaron con desprecio burocrático y México renunció a la primera línea de contención de la violencia. En lugar de profesionalizar a los cuerpos locales, el Estado decidió que era más cómodo declararlos inútiles y entregar su función a la militarización.

Las administraciones estatales celebraron la decisión porque liberaba sus responsabilidades y les aumentaba el control. Los municipios quedaron con nóminas capturadas, territorios disputados por el narco y un gobierno federal ocupado en la estética de los anuncios públicos.

La consecuencia de este desprecio es un país donde el crimen prospera desde abajo. Los grupos armados no nacen en Paseo de la Reforma, sino en la brecha municipal donde no hay salario digno, ni respaldo político, ni garantías para un policía que reza para llegar vivo a su casa.

Esto lo llaman cooptación, cuando en realidad es abandono.

Los municipios se convirtieron en pordioseros por diseño, el régimen fiscal los obliga a estirar la mano mientras la federación reparte los recursos como si fueran limosnas. Esa dependencia se siente en cada expediente rezagado, en cada patrulla sin gasolina, en cada presidente municipal que pasa más tiempo peregrinando por la capital que resolviendo problemas en su comunidad.

La historia nacional es un ejemplo claro de que los grandes estallidos sociales no tienen su origen en las capitales, sino en la periferia. La Independencia no se gestó en el Palacio Virreinal, sino en Querétaro; la Revolución Mexicana no se inició en Bucareli, sino con el Plan de San Luis, incluso la indignación del 68 se coció a fuego lento en los estados y en las periferias olvidadas. La vida política, que en la Ciudad de México suele presumirse como origen de todas las luchas, tiene raíces profundas en municipios donde el abandono se convirtió en la norma. Hoy repetimos el mismo error al ignorar que la fuerza de la protesta ciudadana emana de esa misma brecha.

Bajo los escombros institucionales aún late una fuerza que el Estado prefiere ignorar. En los liderazgos regionales se conserva la dignidad que la clase política destruyó. Siguen apareciendo figuras como Carlos Manzo y Bernardo Bravo Manríquez, junto con líderes como Teresa Magueyal o María del Carmen Vázquez. Todos dieron su vida por su comunidad sin que ningún gobierno los recordara y representan esa vitalidad obstinada que no se resigna al miedo.

Cuando las calles se llenan de ciudadanos que protestan se muestra que la marcha no se gestó en oficinas de especialistas, sino del agravio cotidiano que se vive en los municipios donde la autoridad desapareció y solo quedó el eco del Estado ausente. La consigna vuelve a resonar: Los municipios deben ser del pueblo.

Todavía existe un país dispuesto a defender su territorio desde lo local. Lo que falta es que los gobiernos dejen de tratarlos como mendigos y se obliguen a reconocer que la salvación de México no viene nunca de Palacio, sino de un municipio que se niega a morir.

Notario, ex Procurador General de la República

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