En México, ganarse la vida honestamente puede ser un acto de resistencia. No hablamos del empresario privilegiado ni del político intocable, sino del chofer de Uber que, tras perder un empleo, encontró en una aplicación una manera de sostener a su familia. Ese hombre o esa mujer que maneja doce horas al día, que paga gasolina, reparaciones, impuestos, y que aun así debe mirar por el retrovisor con miedo a ser detenido, extorsionado o golpeado por atreverse a trabajar.
Porque aquí, aunque la Constitución garantiza la libertad de profesión y el derecho al trabajo digno, la realidad es otra: si manejas un Uber en el aeropuerto, el Estado puede confiscarte el coche. Si te topas con la Guardia Nacional, que debería protegerte, te lo incauta. Y si los sindicatos del transporte, verdaderas mafias legalizadas, te descubren, entonces te amenazan o te golpean. Así funciona la “protección” en un país donde la ley existe solo para castigar al débil.
El reciente amparo concedido a Uber por una jueza federal debería haber marcado un precedente elemental: el gobierno no puede detener a un ciudadano por ofrecer un servicio lícito. Pero la Secretaría de Comunicaciones respondió con soberbia burocrática: sí, hay suspensión, pero no hay autorización. Traducción: el Poder Ejecutivo no acatará lo que el Poder Judicial ordena. La vieja historia de la impunidad disfrazada de legalismo.
El problema ya no es Uber. El problema es que en este país el ciudadano es invisible. El conductor, que solo busca sobrevivir, se convierte en enemigo del Estado. El usuario, que paga un servicio privado porque los taxis autorizados son caros, violentos y monopolizados, es tratado como cómplice. Ambos son víctimas de un sistema diseñado para preservar los privilegios de unos cuantos. El Estado no regula para proteger, regula para someter.
Mientras tanto, los aeropuertos del país se convierten en territorios feudales, donde impera el control de sindicatos ligados al poder político. Se golpea al chofer independiente, se amedrenta al usuario, y todo bajo la mirada pasiva —o cómplice— de las autoridades. Es el viejo pacto del clientelismo: tú me das votos, yo te doy impunidad. Así se perpetúa el dominio de las mafias del transporte, mientras el ciudadano común paga el precio de la corrupción institucionalizada.
Esta no es una defensa de Uber. Es una defensa del derecho elemental a trabajar, a elegir, a no ser tratado como un niño idiota incapaz de decidir cómo moverse. El Estado mexicano no puede seguir actuando como tutor autoritario que decide por nosotros qué transporte usar, qué aplicación descargar, qué servicio contratar. La verdadera función del Estado no es imponer monopolios ni castigar la innovación, sino garantizar que la ley se cumpla igual para todos.
Pero el mensaje que envía el gobierno es otro: la ley no protege al ciudadano, protege al privilegio. Quien trabaja por su cuenta, quien busca independencia, es visto con sospecha. Quien se organiza fuera del aparato corporativo, es perseguido. Es el reflejo más brutal de nuestra crisis institucional: el ciudadano honesto se convierte en enemigo, y el corrupto en aliado del poder.
México necesita recordar que la libertad no se mendiga, se ejerce. Y que el Estado de derecho no consiste en repetir discursos, sino en obedecer a los jueces, respetar a los trabajadores y dejar de ser rehén de las mafias. Porque el día en que un chofer tenga que pedir permiso para trabajar, y un usuario tenga que pedir perdón por elegir, ese día la Constitución habrá dejado de existir más allá del papel.
Notario y exprocurador de la República

