La ley aprobada por la mayoría morenista en el congreso de Campeche, permitirá al gobierno expropiar y adueñarse en fast track de cualquier tipo de predio particular y privado bajo el pretexto de atender alguna “causa de utilidad pública”.
Con 18 votos a favor y 13 en contra, la ley de expropiación promulgada por iniciativa de la gobernadora Layda Sansores concede cinco días para que una persona avisada mediante una gaceta oficial encuentre abogado, reúna documentos y se inconforme ante la burocracia que ha decidido despojarla de su propiedad. Lo que se avecina es real, no una variante kafkiana de “El Castillo”, cuando el protagonista de la novela lucha contra una burocracia que siempre gana, pero nunca explica sus reglas.
La propiedad privada, consagrada en el artículo 27 constitucional, no debería quedar en letra muerta ante las decisiones de una gobernadora que da muestras frecuentes de sentirse omnipotente.
Imaginemos a una familia que lleva toda una vida establecida en esa entidad. El padre tardó décadas en comprar cada metro cuadrado de una casa modesta y funcional; los árboles revelan décadas de cuidados. En ese lugar han de pasar sus dueños el resto de la vida. De un día para otro el gobierno les avisa que el lugar será expropiado por causa de utilidad pública.
A punta de abusos procedimentales como el ridículo plazo de respuesta, la ley no ofrece garantías para indemnizar con justicia a los afectados y esto los llevará a recurrir al hoy costoso juicio de amparo o a depender de jueces recién elegidos, surgidos quizá del tombolazo y los acordeones de un proceso electoral más parecido a un casting de lealtades partidistas que a una selección basada en conocimientos, capacidades y méritos judiciales.
¿Es esto justicia? Por supuesto que no. Al acreditarse que en esa ley hay violaciones flagrantes contra la propiedad privada y la seguridad jurídica, la SCJN podría declararla inconstitucional. Algo parecido ocurrió en 2020, cuando la “Ley Bonilla” pretendía extender por 3 años el mandato del gobernador de Baja California, fuera del plazo para el cual fue elegido.
Un estado democrático no puede permitir que la discrecionalidad sustituya a la ley y disfrace de utilidad pública una burda maniobra confiscatoria.
Quienes defienden la Ley Layda dicen que armoniza la legislación estatal con la Ley Federal de Expropiación, aunque esta última otorga 15 días de plazo para iniciar la defensa, no la tercera parte. ¿Qué bien común se construye pisoteando derechos de los ciudadanos?
¿Qué obra de utilidad pública justifica que el Ejecutivo ordene expropiaciones sin haberse efectuado una audiencia? Esto nos retrocede al porfiriato cuando los hacendados disponían de las tierras ajenas. E igual hacen ahora los regímenes populistas de América Latina al maquillar como causa de utilidad pública el despojo y la venganza política.
La ley Layda establece que la indemnización se hará a valor comercial del inmueble expropiado, y el pago lo hará la secretaría de Finanzas en abonos y hasta en 10 años, como si el tiempo y la inflación no afectaran el valor del dinero.
¿Hasta cuándo tendremos gobiernos que nos tratan como súbditos y no como ciudadanos? De no ser frenada y enmendada esta ley, el Estado irá trasmutando en el Leviatán que devora todo a su paso. El contrato social se rompe cuando el gobernante traiciona la voluntad general, advirtió Rousseau. ¿Qué beneficio general puede haber al expropiar y silenciar sin garantías a los ciudadanos?
La lucha será por la dignidad y por el derecho a no ser aplastados por el capricho político. Los tribunales de amparo, las calles, las redes sociales podrían ser el campo de una ciudadanía dispuesta a rechazar un decreto de saqueo burdamente disfrazado de legalidad.
¿Seremos protagonistas o simples testigos mudos de este ensayo realizado en Campeche para una obra dirigida, producida, montada y puesta en escena luego desde la federación?
Notario y exprocurador de la República