La Ciudad de México, el país entero, pareciera ya una olla express a punto de explotar. Todos los días se suma un nuevo caso de violencia viral en redes sociales que exhibe actos de agresión, de intolerancia, de soberbia, pero, sobre todo, de profunda ignorancia y de poca gestión de las emociones sicológicas básicas.
Todo esto es sólo la punta del iceberg de una profunda o profundísima crisis de salud mental que aqueja a México, quizá la más grave de toda su historia. Y lo peor, con una tibia respuesta por parte de las instituciones de salud pública y de un gobierno que no se da abasto para atender la violencia y frustración de tantos millones de mexicanos.
Casos como los de Lord Padel, Lady Cineteca, Lord Piedra, Lady Racista, Fofo Márquez, la influencer que acuchilló a la pareja de su ex, la familia que agredió a un vendedor de frutas, los bomberos que descuartizaron con hachas a perros indefensos, el policía que esta semana mató de un tiro a un joven, todos ejemplos alarmantes de una sociedad que ha normalizado la crueldad, la violencia como una respuesta válida en un país colmado de corrupción e impunidad.
Esta escalada de agresividad refleja una peligrosa combinación de factores. En un país donde el “no castigo” es percibido como la norma, donde las autoridades no inspiran respeto y, por el contrario, tenemos una de las policías mas corruptas del mundo y con la peor imagen pública de los cinco continentes, sólo comparada con la de algunos regímenes totalitarios de la segunda mitad del siglo XX, muchos ciudadanos sienten que pueden actuar sin consecuencias.
La puerta corrediza y el surrealismo de nuestro sistema legal, donde una joven que acuchilla a otra, puede salir libre en meses, mientras que un tipejo que golpea a una mujer en un estacionamiento es condenado a 17 años, nos habla de que vivimos en una sociedad mexicana con un sistema legal de ocurrencias, siempre servil a la imagen pública y hoy a las olas mediáticas de las redes sociales.
La falta de cohesión y castigo real para actos violentos, grandes y pequeños, ha erosionado la confianza en las instituciones y ha validado la idea de que la fuerza es la mejor manera de resolver conflictos.
Aunado a esta situación, la atención a la salud mental en México es deficiente y escasa. El acceso a terapia es un privilegio para una minoría. A nivel nacional, hay una grave falta de terapeutas especializados, y los programas de salud pública son insuficientes para atender a los millones de mexicanos que sufren de ansiedad, depresión, trauma y otras condiciones psicológicas. El estigma que rodea a la salud mental también disuade a muchos de buscar ayuda, perpetuando un ciclo de sufrimiento en silencio.
Para acabarla de amolar, como decía mi abuela, la crisis se agrava por la cultura del narcotráfico, que, gracias a series mexicanas irresponsables que vemos en plataformas como Netflix, glorifica la brutalidad y la corrupción. Estos elementos culturales han creado un entorno donde la agresión se ve como una herramienta para obtener poder o resolver problemas, en lugar de ser vista como un síntoma de un problema subyacente. Para un joven en formación, con un futuro incierto, ¿qué resultará más atractivo? ¿Ver a narcos exitosos dirigiendo imperios o darse cuenta que obtener un título universitario no tiene mucho peso para conseguir trabajo en un México también rezagadísimo en derechos laborales?
La cultura narco y sus publicistas, como aquellos que se atrevieron a hacer para Netflix la serie El Chapo, presentan a la violencia extrema como un camino hacia el poder y el éxito. Esta narrativa, junto con la percepción de que la corrupción es un sistema inevitable, alimenta un profundo sentimiento de desconfianza y desesperanza en la sociedad. Cuando la gente no cree que el sistema judicial o las autoridades puedan protegerlos o hacer justicia, se sienten justificados a sentirse sicarios o capos de pacotilla, como Lord Padel diciéndole al instructor: “Te voy a mandar levantar”.
Expertos señalan que, para revertir esta tendencia, México necesita un enfoque integral. Esto incluye una inversión masiva en programas de salud mental a nivel nacional que sean accesibles y gratuitos para toda la población, la formación de más profesionales de la salud mental, y campañas para reducir el estigma. Solo abordando las raíces psicológicas y sociales de la violencia, habría alguna esperanza de comenzar a sanar a una sociedad mexicana hoy lastimada por un entorno brutal.
A pesar de que la salud mental es un problema generalizado, la respuesta del gobierno ha sido tibia, mediocre e inadecuada desde hace décadas. En México, el acceso a servicios de salud mental es muy limitado. Hay una escasez alarmante de terapeutas y psiquiatras, especialmente en áreas rurales y de bajos recursos. La mayoría de los servicios de salud mental se concentran en las grandes ciudades y son costosos, hay terapeutas que cobran entre 500 y hasta 2 mil pesos la sesión, lo que los hace inaccesibles para la mayoría de la población.
A nivel nacional, no existe un programa de salud mental con un alcance significativo. Las iniciativas existentes son fragmentadas y no cuentan con los recursos ni la infraestructura necesarios para atender a la vasta población. La falta de acceso a terapias y a tratamientos adecuados contribuye a que problemas de salud mental como la ansiedad, la depresión y el trastorno de estrés postraumático queden sin tratar, lo que, en muchos casos, puede manifestarse en los comportamientos violentos y destructivos que vemos todos los días en redes.
Abordar este problema requiere, sobre todo, de una inversión significativa en programas de salud mental a nivel nacional que sean accesibles y efectivos para todos los mexicanos, algo que en estos momentos de crisis es la única salvación para que la olla express no explote con más ladys y lords… y nos muestre el apocalipsis en salud mental en México.