Viajero, has llegado al edificio más llamativo y singular del Centro Histórico de la Ciudad de México: la llamada Casa de los Azulejos, una gala del barroco mexicano ubicada en la esquina del Callejón de la Condesa y la actual calle de Madero. La Casa de los Azulejos es todo un referente urbano. Le pertenece a la ciudad tanto como el Ángel, el Monumento a la Revolución o el Palacio de Bellas Artes.

Es, sin embargo, más antigua que todos ellos. Es posible rastrear el origen del predio en que se asienta desde el lejano 1524.

En el siglo XVI tuvo tres dueños: Hernando de Ávila, Luis de la Torre y Diego Suárez de Peredo. Los tres habitaron un inmueble cuya fisonomía era radicalmente distinta a la que vemos en la actualidad: en los años posteriores a la Conquista las casas parecían fortalezas, y contaban con torreones desde los cuales disparar en caso de una rebelión indígena.

En un tiempo en que no existía la Alameda, y en el que a lo largo del Eje Central en lugar de coches corría una acequia, la casa estuvo situada a unos pasos del sitio donde terminaba, hacia el poniente, la gran Ciudad de México.

En 1616, al casarse con la hija de Diego Suárez de Peredo, el segundo conde del Valle de Orizaba recibió la casa como dote. El cronista Luis González Obregón afirma que, en lo que respecta a la casa, hay pocas cosas dignas de ser impresas. La habitaron condes que arruinaron la fortuna familiar y descendientes que se metieron en largos pleitos sucesorios. Como se ha dicho de manera célebre, lo que la historia no da lo proporciona la leyenda.

El relato más célebre de la casa habla de un joven derrochador, José Xavier Peredo Hurtado de Mendoza, al que su padre reconvino con estas palabras de desprecio: “¡Tú nunca harás casa de azulejos!”. Sostiene el relato que el joven se regeneró, hizo una fortuna y construyó un palacio con el material cuyo uso su padre le había cancelado. Un material, por cierto, que se contaba entre los más caros de su tiempo. Se trata desde luego de una leyenda.

Fue en realidad la quinta condesa del Valle de Orizaba la que, al morir su esposo y volver de una larga estancia en Puebla, hizo reconstruir la casona derrochando un material que le recordaba sus años de felicidad marital: la talavera poblana. Octavio Paz escribiría más tarde:

“En Madero está la casa de los condes del Valle de Orizaba, menos hermosa que el Palacio de Iturbide, pero más viva. Su dueña decidió revestirla enteramente de azulejos. Hacer de la decoración interior del baño o una cocina el exterior de un Palacio, es algo más que un capricho. Es una victoria de la pasión sobre el llamado buen gusto. Un verdadero strip-tease arquitectónico”.

El Palacio de los Azulejos o La Casa de Porcelana, como cuenta José Juan Tablada que se le llamó también, sirvió como casa habitación hasta 1871, año en que los herederos de los condes del Valle de Orizaba, completamente arruinados, tuvieron que venderla. En 1877 llegó a manos de un rico terrateniente, Francisco Iturbe, cuya familia adquirió algunos de los mejores palacios señoriales que había en la ciudad: el Palacio de Iturbide, el Palacio de los condes de Miravalle, el Palacio del Conde de Buenavista…

En 1892 la casa albergó el Jockey Club, donde las personas más acaudaladas del porfiriato se reunían a hablar de caballos, fumar puros y beber coñac mientras planeaban grandes negocios (el poeta Heine afirma que un Jockey Club era el sitio en el que un grupo de asnos se reunían a hablar de caballos). Lógicamente, en los años posteriores a la Revolución, aquel lugar se convirtió en uno de los sitios más odiados de México. En 1914, el periódico El Demócrata anunció su muerte:

“Por más de 25 años funcionó en esta ciudad un círculo titulado Jockey Club. Tenía la pretensión de ser lo más aristocrático, lo más chic, la encarnación más genuina del gusto y la última expresión de los refinamientos de la elegancia… Pero llegó un día en que los soldados revolucionarios alcanzaron tantas victorias sobre los federales que ni tiempo tuvieron los clubistas aristócratas para hacer cucamonas al presidente interino, porque (Álvaro) Obregón los expulsó en breve y no hubo tiempo para nada, porque la Revolución, justa, serena, intransigente, clausuró aquel albergue de ociosos, y va a convertir en hospital la regia morada de los azulejos”.

Al año siguiente Carranza lo convirtió en Casa del Obrero Mundial, una confederación de trabajadores anarcosindicalistas que naufragó muy pronto en medio de las disputas ideológicas en que se enfrascó el gremio. En 1919, Iturbe decidió rentar el edificio a los hermanos Walter y Frank Sanborn, quienes habían ideado un nuevo concepto de comercio: una lujosa droguería en la que además hubiera fuente de sodas, restaurante, salón de té, una tienda de regalos y una dulcería.

Casi un siglo después alguien le preguntó a Carlos Monsiváis qué se llevaría a una isla desierta, y Monsiváis respondió que un Sanborns.

El éxito del establecimiento fue inmediato. Las enchiladas suizas se volvieron célebres. Fue en ese lugar donde triunfó una bebida que iba a causar furor en el mundo: la Cocacola.

Los jóvenes poetas del grupo conocido como Los Contemporáneos comenzaron a reunirse ahí todos los sábados, para paladear las novedades gastronómicas: el corn beef hash, el ice cream soda y la ensalada de frutas con queso cottage. “¿Quién que no sepa pronunciar osará pedir un marshmalow puff?”, se preguntaba Novo.

La Casa de los Azulejos fue uno de los mayores cafés literarios de la ciudad. A fines de los años 90 Andrés Henestrosa seguía la tradición de desayunar ahí todos los días.

Mi historia favorita de la casa sucedió en 1833. Una mañana, la servidumbre encontró muerta a la quinta condesa del Valle de Orizaba. Su cuerpo fue trasladado a la iglesia de San Diego, al otro lado de la Alameda, para ser velado. Cuentan que a la medianoche empezaron a oírse ruidos dentro del ataúd. Los dolientes huyeron en estampida. La condesa, Dolores Caballero de los Olivos, había sufrido un ataque de catalepsia.

Salió de la caja y, aún amortajada, regresó al palacio. Desde luego, los sirvientes, que la habían visto salir rumbo a la tumba, se negaban a abrirle.

Cuando doña Dolores volvió a morir, sus deudos decidieron esperar varias días antes de enterrarla. Esa vez, la condesa no volvió.

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