Un viejo libro hallado en un anaquel lleno de polvo en una librería de Donceles: “Del tiempo pasado”, de Artemio de Valle-Arizpe. Fue publicado por Editorial Jus en 1947. Las tapas están maltratadas. En la primera página, alguien pegó un recorte amarillento extraído de Excélsior el jueves 16 de octubre de 1961:
“Don Artemio de Valle Arizpe, El Cronista de la Ciudad, Murió Ayer. Sus Restos Serán Llevados hoy, en Tren, a Saltillo, Donde D. Artemio Nació Hace 72 años”.
El recorte indica que “El más fecundo de los cronistas de la ciudad, el hombre que pintó majestuosamente las costumbres del México colonial, falleció de un ataque cardíaco, a las 6.45 horas”.
Otro pequeño recorte, pegado en la misma hoja, informa: “En la calle de Valle Arizpe casa número 16, vivió don Artemio sus últimos años”.
En la última hoja del libro, la misma mano pegó una nota, cuidadosamente recortada y doblada, que se publicó en la sección Antigüedades y Libros —también de Excélsior— el 15 de junio de 1958. Se trata de la crónica, firmada con el seudónimo de “Maruxa”, de una visita a la casa de Valle-Arizpe, “donde el tiempo parece haber detenido su curso”.
No puedo esperar más. Compro el volumen por unos cuantos pesos —esos libros que se han vuelto quebradizos, prácticamente a nadie le importan— y salgo en busca de un sitio donde sentarme a leer con toda calma —con toda el alma— la crónica de “Maruxa”. Alguna vez existió cerca de ahí el antiguo café Río, que poblaba esa parte de Donceles con un aroma irresistible a café tostado. Pero como tantas otras cosas del centro, no nos dimos cuenta de cuándo dejó de existir.
Encuentro en Palma un café más o menos aceptable. Sabemos por Valle-Arizpe que Palma se llama de ese modo porque en tiempos del virreinato un vecino llamado Juan de la Sala plantó en el patio de su domicilio “una palma muy crecida, que remecía muy lentamente en el aire sus flábulos lustrosos”. Aquella palma, que se veía desde la calle, fue arrancada de tajo por el hombre que adquirió la casa a la muerte de De la Sala: el fraile dominico Alonso de Herrera. La palma, sin embargo, había durado tanto tiempo en pie que, cuenta don Artemio, le dio a la calle el nombre imperecedero que aún conserva.
Todo parece haberse alineado y aquel café resulta un sitio perfecto para evocar a Valle-Arizpe.
Cuando “Maruxa” realizó aquella crónica-entrevista, el viejo cronista había publicado más de 50 libros, casi todos vinculados a la vida en México durante la época virreinal. Previsiblemente, su casa era todo un museo de ese tiempo. Cristos de marfil, vírgenes, santos, viejos bargueños, sillones de iglesia, vitrinas cargadas de antiguas chácharas, medallas, cálices, parvapáleas, candeleros, óleos, retablos, tapices y hasta cilicios empleados en otro tiempo para mortificar la carne. El peso del pasado era tanto, que al salir a la calle, a la autora de la crónica le resultó admirable que hubiera automóviles.
“Maruxa” se detuvo en los libros, todos mandados a encuadernar a España y Bélgica. “Tome cualquiera de ellos al azar”, le dijo Valle-Arizpe. La periodista tomó la primera edición de las obras de Sor Juana, un volumen de Góngora, las novelas ejemplares de Cervantes. Valle-Arizpe guardaba algunos volúmenes, encuadernados en piel y con grabados en oro en la portada, “en cajas de cartón, ya en sí artísticas”. En un armario estaban los retratos que a don Artemio le habían pintado Germán Gedovius, Saturnino Herrán, Diego Rivera, Roberto Montenegro y Dr. Atl.
“No tengo a quien dejar mi biblioteca. Soy soltero”, dijo al despedirse.
En la parte final del libro que encontré en Donceles había un tercer recorte: “Ingrata despedida de la ciudad que tanto amó”. El cronista había partido rodeado de silencio de la metrópoli cuya historia documentó durante medio siglo. Entre el medio centenar de obras que Valle-Arizpe escribió entre 1918 y 1960 existen por lo menos tres libros esenciales. No está en ellos el Valle-Arizpe tan despreciado por sus relatos de ficción, que algunos historiadores suelen confundir con libros de Historia: está el cronista que durante toda su vida se sumergió en papeles amarillentos para arrancarle a la gran Ciudad de México sus secretos más escondidos: el autor de “Calle vieja y calle nueva” (1949), “Por la vieja calzada de Tlacopan” (1954) y, desde luego, el antologador de un libro clásico: “La muy noble y leal Ciudad de México, según relatos de antaño y de hogaño” (el título que en 1918 Valle-Arizpe le impuso a este libro es un exceso, como todo lo suyo: “La gran ciudad de México Tenustitlán, Perla de la Nueva España, según relatos de antaño y hogaño”).
¿Dije que Valle-Arizpe murió en el número 16 de la calle que antes se llamó Ajusco y desde 1959 lleva su nombre? Apuré el último sorbo de café y solicité un Uber, porque a esa altura de la tarde estaba dispuesto a encontrar la casa que “Maruxa” visitó en 1958.
Hay una foto en verdad extraordinaria que Héctor García le tomó al cronista un año antes de su muerte. Don Artemio aparece al lado de un escritorio ricamente tallado, rodeado de los libros, los objetos, el mundo que “Maruxa” describió.
La vida se gasta en semáforos, baches, charcos, congestionamientos. Y la mayor parte de las veces, ni siquiera vale la pena. Llegué una hora más tarde al rincón de la colonia, precisamente la del Valle, donde murió el cronista. Valle-Arizpe había heredado sus bienes a su secretario. Se sabe, sin embargo, que uno de sus hermanos se llevó las cosas y donó los libros al gobierno de Coahuila. Fueron arrumbados en el último piso de un edificio, que se quemó en 1984.
De la biblioteca de don Artemio solo quedaron “cenizas, polvo, nada”.
Bajé del Uber al doblar en la calle. La recorrí, buscando. Uno de los recortes pegados en el libro decía que Valle-Arizpe había habitado una casa de estilo neocolonial. Tal vez sabía lo que iba a encontrar. Un edificio de esos que abominó Don Artemio, un mazacote de diez pisos de vidrio y concreto que ni siquiera en los horribles 70’s debió significar algo.
Se me vino a la mente algo de Don Artemio que había leído en “Calle vieja, calle nueva”: que la maldición de esta ciudad consiste en destruir lo único, para construir lo que puede encontrarse en cualquier parte. Supe que el día cerraba de manera perfecta. Caminé llevando en las manos el libro “Del tiempo pasado”.