Continúo y amplifico —postrado por la enfermedad— artículos que he escrito, mudo, sobre el ruidero en que se ha convertido la Patria.
¿Habrá una relación proporcional entre el desarrollo intelectual y el silencio? De haberla, me temo que estamos en una etapa muy primate de la inteligencia. Vivimos en el perpetuo estrépito, en el mero mero reino del decibel asesino, la patria espeluznante que, como los gatos de López Velarde “erizan el ruido...”
La idea general en México es que la realidad se mide en decibeles. Que sólo la cantidad de ruido que generamos per cápita mide el significado de la vida. El resultado es una pandemia del estrépito, una especie del Covid del estruendo. Ya me he quejado de las motocicletas y las peseras, de los perros y de los cantantes que merodean por las plazas con la convicción de que sus bocinas tienen autoridad para arrasar con la libertad de expresión, sin derecho de réplica.
La gente que le asesta pandemonium a sus vecinos deriva placeres mistéricos. La iglesia fomenta el empleo de los cohetones como terrorismo urbano, pero sacramentado. Las explosiones no en Gaza o en Tel Aviv sino en el amor a San Tinitus.
Las autoridades permiten a los motociclistas retacar al pavimento de estridencia, recetándole al pueblo su dosis de insomnio. Para pasar su examen de conducir, los choferes de las peseras lanzan las siete sílabas de la mentada de madre con sus mofles móviles, transformantes y regenerados. Los traficantes de refrigeradores muertos o, en su defecto, de tamales oaxaqueños, tienen derecho a secuestrarle a usted los tímpanos cinco minutos tres veces al día.
Los choferes de los coches educan a sus hijos, cuando los llevan a la escuela a estudiar civismo, en el arte de usar el cláxon para la mentada de madre andantino, la mentada de madre adagio y la mentada de madre maestoso. Luego, al regresar al hogar, durante un minuto procederá a sonar el cláxon —siempre fortísimo—, hasta que su medio millar de decibeles ordene a “la criada” (como se dice no sin humor negro) correr a abrirle la cochera como el caballo abrió Troya.
Ya me referí a los restauranteros y su misteriosa convicción de que un aguacate multiplica su sabor si viene envuelto de señorita que aúlla su amor tormentoso, o de galán ardiente que fue reciprocado. ¿Creerán que la digestión mejora si las tripas se zangolotean con los golpazos de un subwoofer?
Otra adición a la bullanga: la gente que organiza en los restaurantes concursos de “Miren qué fuerte me río”. El tipo que berrea su ingenioso comentario, sus amigos que lo festejan a carcajadotas y la imprescindible dama que exhibe sus amígdalas disparando una metralleta de JAJAJAs mientras zangolotea el silicón, para que se note cuán desinhibida es.
¿Algún candidato ha propuesto en su programa de gobierno que, de ser favorecido por el voto popular, le bajará el volumen a la patria? No. Alguien que propusiera juntar bocinas y hacer en el zócalo una pira majestuosa. Que mandara castrarle los mofles a las peseras. Que atrapara Acamotos y los enviara a un Torito a escuchar 24 horas de bebés llorando. Que les confiscara la pólvora a los curas y sus coheteros. Pero no. Antes al contrario, su líder NOXXÑA (cuyo nombre se opaca para precaver censura) grita desde la presidencia del Senado ¡NADA NADA NADA! enfatizando cada voz con karatazos.
Recuerdo “Luvina”, el gran cuento de Juan Rulfo en el que una mujer asustada pregunta ¿qué es “el ruido ese”? y alguien le contesta: “es el silencio”.
Qué envidia…