Recuerdo que, siendo joven, gustaba decir que, mientras a otros los animaba el nacimiento de una flor, la belleza del mar o el progreso tecnológico, a mí me regocijaba ver cómo a todo se lo iba llevando el carajo. En realidad no se trataba de una consigna exhibicionista y sí de una especie de certeza indudable. En la desgracia se anida lo que es esencial en el ser humano. Era la mía una opinión absurda e insoportable, aunque no obstante contenga un sentido vivencial que puede ser intuido o sospechado. Y cada vez que esa desgracia se presenta experimentamos una muerte que nos está vedada (en vista de que no podremos experimentarla como sujeto o persona, pues para entonces ya estaremos en el otro mundo). A pesar de que el ánimo anarquista, nihilista, derrochador, lúdico o provocador se halla ligado a una especie de filosofía de la liberación; esta filosofía no es sencilla de comprender cuando uno se encuentra atado a un ritmo utilitario, productivo o diseñado para su domesticación (en mi caso, las lecturas de Bataille, Artaud, Revueltas, Dostoiewski, Bukowski, Vallejo o Cioran fortalecieron la densidad de mi nube negra). En realidad, no deseo liberar a nadie y cualquier clase de utopía al respecto resulta un tanto ingenua en estos tiempos mexicanos de abuso y criminalidad. El asesinato de Carlos Manzo me causó, por ejemplo, una desazón desconocida. Sabemos que la muerte se acerca, conocemos racionalmente el remedio, sabemos incluso las manos que han moldeado el crimen. Sin embargo, cuando el suceso se hace presente, una especie de dolor y rezago de fatal sabiduría se entremezclan para convertirnos en títeres de un destino que presentíamos, no desde determinada fecha, sino a partir de la conciencia de una tragedia que acecha a toda hora. A raíz de ello envidio las sonrisas o el ánimo que a muchos les causa una felicidad que parece ciega y oculta la memoria histórica en un cajón herrumbroso.

El conde Henri de Saint-Simon (1760-1825), filósofo y utopista francés, estaba interesado en la tecnología como medio de progreso para los más desfavorecidos socialmente). Incluso viajó a México con el propósito de llevar a cabo un proyecto que uniera los dos océanos que lo flanquean (también intentaba crear un canal que conectara a Madrid con el mar), el cual fracasó. Cuando ingresó en una secta religiosa, los monjes llevaban la botonadura en la espalda de su sotana o hábito, ya que de ese modo comprobaban que se requiere la ayuda de otros para quehaceres en esencia cotidianos, aunque trascendentes. Detestaba la igualdad que, como la palabra libertad, le parecía vacía si no se especificaba, vía la razón, de su contenido. Apreció la fraternidad y fue uno de los fundadores del utilitarismo. ¿Queda lugar para las utopías políticas como las que proliferaron en Europa durante los siglos XVIII y XIX? ¿Es posible modificar la inclinación criminal de aquellas personas que nos arruinan la tranquilidad a lo largo de la vida en común? Según Saint-Simon se requería de guías sabios que permitieran a las masas progresar moral y técnicamente.

Más allá de la filosofía, opiniones éticas, lecturas, obsesiones, o utopías que uno profese, el sentimiento de indefensión ante la muerte se impondrá siempre. Hecho que no disminuye la responsabilidad política —y también de la población que oscila siempre entre ser cómplice y víctima— de los asesinatos en Michoacán y otras entidades. La pregunta que no podremos responder es si en verdad vivimos en un país o en una república donde imperan las leyes. No tengo pruebas de ello y, sin embargo, la solidaridad, la inteligencia, la sabiduría individual y comunal tienen que hacerse presentes. Se requiere de acciones extremas y prudentes (aun cuando parezca una contradicción) para enfrentar a una globalización económica que parece haber desterrado la vieja o anacrónica noción de humanismo o justicia social. La muerte de Carlos Manzo es un ejemplo de esta ausencia. Un hecho lamentable.

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