Hace una semana, en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, llevamos a cabo un seminario para pensar los cambios electorales desde tres premisas sencillas pero decisivas: las reglas democráticas solo son legítimas cuando nacen del consenso; la democracia mexicana no fue una dádiva sino una conquista ciudadana que debemos seguir defendiendo; y, por encima de todo, la democracia es un patrimonio compartido que no puede ponerse al servicio de intereses particulares ni de coyunturas políticas.
La idea de que “no llegamos al poder para que todo quede como está”, expresada por el comisionado presidencial Pablo Gómez, resume un impulso cierto en política: “transformar”. Pero la pregunta central no es solo si se debe cambiar, sino para qué y —crucialmente— cómo. La legitimidad de las reformas no reside en la vehemencia del proyecto ni en la fuerza momentánea de una mayoría, sino en la calidad del proceso deliberativo que las sostiene.
A largo plazo, la estabilidad democrática se edifica sobre acuerdos amplios, no de hacer valer la fuerza numérica de la mayoría. Las reformas que, desde los años noventa, ayudaron a estabilizar la vida política en México surgieron de amplios pactos políticos y de demandas ciudadanas por reglas más equitativas. Hoy vivimos, por el contrario, en un clima de “blanco o negro”, donde el disenso se presenta como traición y el diálogo se confunde con concesión. Ese ambiente dificulta precisamente lo que la democracia necesita: deliberación plural.
Resulta alarmante, entonces, que la agenda de cambios incluya propuestas con miras a recentralizar el poder: reducir recursos públicos a los partidos, suprimir las legislaturas plurinominales, desmontar al Instituto Nacional Electoral para sustituirlo por un árbitro electo, desaparecer órganos locales y tribunales especializados. Estas ideas, formuladas ya en versiones anteriores de “Plan A” y “Plan C” y retomadas por el gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum, no prefiguran neutralidad técnica sino una transformación del mapa institucional en favor del poder ejecutivo y el tránsito hacia una relación poder y sociedad cada vez más opaca, arbitraria y discrecional.
Ni las instituciones ni los procesos electorales pertenecen ni al ejecutivo ni a los partidos; pertenecen a la ciudadanía. Cuando se modifican las reglas para favorecer al poder en turno, se erosiona no solo la competencia inmediata, sino la idea misma de la democracia como bien colectivo. Los foros convocados por el gobierno han dado muestras claras de funcionar como mecanismos destinados a legitimar decisiones prefijadas, instrumentos para validar lo que se pretende “desde arriba”.
Cuando la democracia exige, por el contrario, un proceso deliberativo genuino: igualdad de oportunidades para presentar y valorar tesis diversas, posibilidad real de persuasión recíproca y la institucionalización de un enfrentamiento público equitativo entre opiniones distintas. Solo allí donde el disenso puede manifestarse libremente, el eventual consenso puede considerarse auténtico.
No se trata de inmovilismo ni de rechazo a toda reforma, sino asegurar que cualquier reforma profunda sea producto del método democrático: que nazca de un diálogo amplio y de acuerdos que incluyan voces adversas. Las instituciones públicas deben “transformarse” cuando hay razones fundadas y diagnósticos claros que lo justifiquen, que incluyan mecanismos reales de participación ciudadana.
La democracia no se renueva por decreto ni por la voluntad de una mayoría artificial; se fortalece cuando el poder reconoce límites, cuando el disenso tiene un lugar legítimo y cuando las reglas del juego se construyen desde la pluralidad, no desde la imposición.
Guadalupe Salmorán Villar. Investigadora del Instituto de investigaciones Jurídicas de la UNAM y Profesora Visitante del Center for U. S. -Mexican Studies de la UC San Diego X: @gpe_salmoran

