Sin duda, el PRI paría un liderazgo personal cada sexenio. El presidente empollaba o cebaba a su sucesor. Su poder era excesivo, centralista, ilimitado. Daniel Cossío Villegas advirtió que limitar ese poder era necesario para instaurar la democracia en nuestro país. Acabar con el “jefe nato” de la nación era la tarea. Morena lo quiere de vuelta.

La globalización comercial y cultural, y la politización en regiones del país debilitaron ese poder presidencial. La historia nacional está saturada de aspirantes a caudillos nacionales, algunos quedaron en el camino sacrificados políticamente, otros, de plano asesinados, desde Álvaro Obregón y su reelección hasta Luis Donaldo Colosio.

En 1988, Cuauhtémoc Cárdenas, Manuel Clouthier y Rosario Ibarra, desafiaron ese poder. Al otro lado de la mesa, es decir, del lado del fraude y el crimen, -basta recordar la caída del sistema y el asesinato del periodista michoacano Manuel Buendía-, estaba Manuel Bartlett Díaz, el amigo de López Obrador, y su director de la Comisión Federal de Electricidad.

Pero antes, Uruapan, Michoacán, ya había dado un grito contra el fraude electoral, concretamente contra la alevosa conducta de “rasurar” del padrón de electores a los opositores al régimen, engañifa instrumentada y avalada por el PRI. Sin embargo, Uruapan se impuso: Federico Ruíz López fue alcalde de esa ciudad por el PAN, de 1984 a 1986, justo en la época en que nació Carlos Manzo. Subrayemos: Manzo nació en un Uruapan que entonces quebró el fraude electoral del PRI.

Morena no entiende históricamente ni a Uruapan, ni a Michoacán, ni al país. Quiere escribir el evangelio según Andrés Manuel, su voz es litúrgica, pontificial, nada puede salirse de su sacerdocio. Es hora de recordar que precisamente en Uruapan, Michoacán, el repudio al poderoso poder personal encontró una hazaña de defensa soberana de México. El 21 de octubre de 1865 fueron conducidos al patíbulo en Uruapan unos defensores de la República por órdenes del emperador Maximiliano, que firmó el “decreto negro”, donde mandató la ejecución sumaria de los bandoleros juaristas. Asesinaron, entre otros, al gobernador, José María Arteaga, al comandante del Ejército, Carlos.

Salazar, quien, cuenta la leyenda, se descubrió el pecho y gritó: “¡Aquí, traidores!”. Antes de que el pelotón le disparara. Nunca han invocado a esos héroes en Morena, ni a los del PRD de Uruapan y Michoacán, que asesinaron los gobiernos priístas. ¿Ya se olvidó el año de 1992? La batalla postelectoral de la izquierda michoacana. ¿O simplemente los asesinos y defraudadores de entonces, hoy aplauden desde algún cargo público morenista?. No conocen Michoacán, y no sienten como michoacanos.

Las marchas de ayer tienen esa raíz histórica de coraje ciudadano. Son explosiones de civismo en busca de un liderazgo, ya no priísta, desmedido y unipersonal, como el que quiere restaurar el obradorismo, sino ético, valiente, profundamente nacional sin que desprecie al mundo. Un liderazgo que ame la libertad. Que no crea en parasitismos sociales como medida de eficacia social, sino que defienda el mérito personal y los bienes públicos como la seguridad, la salud y la educación. Un liderazgo culto, respetuoso de la sangre histórica que corre por nuestras venas, y no que nos quiera transfundir un tipo sanguíneo que no es nuestro, de vasallaje, filocomunista en el rollo y plutocrático en los hechos, y que adore caudillos sedientos de delito y dolor.

La marcha de ayer es un llamado de atención a los partidos de oposición: necesitamos un líder, no que se repartan las migajas que se le caen de la mesa a la presidenta en sus mañaneras. Un líder que no distinga a los mexicanos, sino que los comprenda y sienta a todos. Sin vallas. Sin resentimientos. Sin pretextos.

Nada de “jefes natos” del país. Líderes democráticos de una verdadera república, como los mártires de Uruapan, que mató el otro emperador, que no es de Tabasco, sino de Francia.

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