Cuántas escenas puedes descubrir por la calle, o por donde sea que vayas, si llevas los ojos bien abiertos.

Basta con salir y voltear alrededor para capturar los instantes más sui géneris y diversos: El oficinista en plena mordida a su taco en el puesto callejero, dos personas que discuten, el automovilista imbécil que se pasa el semáforo, quien agradece que le cedan el paso, los que inhalan aire profundamente en el parque y luego lo expulsan con la frente apuntando al cielo.

El afilador, los cilindreros, los que se despiden.

En el circuito donde suelo correr, y del que no escribía hacía tiempo, también suceden muchas cosas.

Me ha tocado ver gente cantar a todo volumen cuando trota, corredores que casi pisan ardillas, el que grita como si se lo hubiera indicado su terapeuta, algún desmayado, alguien con sobrepeso que realiza un esfuerzo descomunal para seguir, el que corre en pantalones de mezclilla e —incluso— algún raterillo perseguido por los policías.

Sin embargo, hace unos días, fui testigo de algo que no había visto nunca...

Comenzaba a dar mi primera vuelta. En la marca de los 300 metros, a un lado del camino y debajo de unos árboles, una pareja —después de contemplarse fijamente durante unos segundos— se abrazó.

Cerraron los ojos y recargaron sus rostros en el otro. Él en el hombro de ella; ella, más inclinada en su cuello.

El hombre me quedaba de espalda, pero el gesto de ella sí pude apreciarlo.

Fue como si sus músculos faciales y todas sus facciones hubieran descansado en esa sonrisa moderada, aunque notablemente agradecida, que dibujó espontáneamente su cara.

La imagen llamó mi atención enseguida, pero lo espectacular vino después.

Iba a un paso tranquilo, a un ritmo que me tomó alrededor de 10 minutos para completar la vuelta, los dos kilómetros de extensión de la pista.

Y cuando pasé por ahí, como por arte de magia, ahí permanecían, en el exacto punto donde los había dejado.

Abrazados, con los ojos igual de cerrados y ella con la misma sonrisa.

Fue como si los hubiera petrificado el tiempo y el amor, al amparo de aquellos grandes árboles, custodiados —a su vez— por los edificios de la redonda, donde unos ya trabajaban, otros recién despertaban o se preparaban el desayuno y se alistaban para salir con total desconocimiento de las escenas que el mundo estaba listo para poner a disposición de sus miradas.

Estoy en todas las redes como F.J. Koloffon

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