Vamos presenciando en México un panorama de deterioro institucional, que tarde que temprano, puede echar por tierra la gobernabilidad en el país. El apoyo popular y la popularidad de la Presidente de la República son hechos políticos cuya veracidad es indiscutible. El grado de dichos fenómenos resulta incierto. En la política real y en el contexto democrático la aceptación social de los liderazgos políticos es un hecho positivo. Los problemas se agudizan cuando se quiere mantener el statu quo a cualquier costo y de cualquier manera.
Las elecciones recientes en América Latina vienen probando que el discurso político del bienestar no se sostiene, en el mediano plazo, cuando va acompañado de la corrupción política y de la inseguridad pública. No alcanza una política de comunicación social que busca avasallar todos los días a las voces de sus críticos. Lo que en un momento parece un acto de fuerza y desplazamiento, se va llenando de grietas por donde asoman la suciedad y las tensiones internas del régimen.
El aumento de la percepción de corrupción en algunos gobiernos locales como Tabasco, Michoacán o Sinaloa, se va acelerando. Comienzan a permear voces críticas en relación con la eficacia del combate a la delincuencia organizada. Sin duda, la labor del señor García Harfuch es de lo más encomiable en el presente gobierno, sin embargo, parece acrecentarse la crítica dentro del propio sistema a dicho funcionario público. Parece que algunos creen que la noción de contemporizar y convivir con las organizaciones delincuenciales es un acto de pragmatismo político. Son las mismas voces que dicen que una de las fuentes del poder político, es la capacidad de proteger al corrupto que sea obediente.
Sin duda, hoy el gobierno peca de cortoplacismo. Pasa sus tardes y sus noches preparando sus conferencias matinales. No digo que este no sea un esfuerzo que deba hacer un gobierno que aspira a tener una base popular. Sólo digo que, si dichas tareas no van a acompañadas a un compromiso constante de fortalecer las instituciones y cumplir los deberes gubernamentales frente al pueblo, un día puede desplomarse este castillo de naipes.
No hay que equivocarse, la oposición política en este país tiene como deber la crítica firme y constructiva de los actos de gobierno. Asimismo, si se quiere construir como una alternativa viable, debe identificar los espacios de consenso necesarios que perfilan a los límites de la política. Los acuerdos nacionales deben ser la base de legitimidad y legalidad del Estado Mexicano. Esto obliga a mayorías y minorías.
Sin perjuicio de lo anterior, hoy no existe esa posibilidad ante la negativa de un gobierno a abrir y tomar en serio al espacio político. Se hacen foros para una reforma electoral que apunta a recuperar la hegemonía insuperable de Morena. Es increíble que muchos de los personeros del gobierno que estuvieron en las luchas universitarias y de izquierdas, hoy olviden sus orígenes y cancelen el debate nacional. La grandilocuencia del poder se vuelve patética cuando sólo la escuchan unos cuantos. Cuando el propósito del discurso es callar al otro, nadie dialoga. Algún día puede llegar la ocasión de ver a la Reina hablando sola. Nadie que quiera a México debe propiciar este triste escenario.
La cancelación del diálogo y del debate, por la competencia entre monólogos excluyentes, es profundamente corrosiva. Favorece al más corrupto y al más violento. Las buenas voluntades que inciden en la labor de gobierno se van aislando. El gandallismo político prevalece y silencia a la vocación de servicio público. A estas minorías dentro del gobierno les toca dar una batalla para que el Leviatán escuche y no nada más grite. La percepción que hoy prevalece es que este gobierno sólo escucha los gritos que le llegan del Norte.
Abogado

