Al parecer, México está viviendo un proceso de indolencia democrática. Una buena parte de la ciudadanía apoya las acciones del gobierno porque así le conviene. En una democracia, obtener apoyo político a base de prebendas entregadas a los electores de acuerdo con procedimientos legales es válido. Se prohíbe que la entrega de estas prestaciones se dé a cambio de un voto concreto. Sin embargo, se vale que el partido oficial le comunique a la gente que le ha venido gestionando la entrega de recursos o servicios y que, por eso, merece y pide su apoyo. El límite es que no exista un sesgo sectario en la entrega de recursos públicos a sus destinatarios legales. Es decir, que no se nieguen dichos apoyos a quienes son identificados por apoyar a la oposición del régimen.

Por otra parte, la existencia de un partido mayoritario que consistentemente ha venido derribando muchos de los controles de legalidad de los actos públicos, nos impide verificar o presionar al gobierno para que no realice actos que violen los derechos fundamentales. La historia enseña que cuando los representantes de las mayorías políticas someten a las minorías a tratos arbitrarios, tarde que temprano pone en riesgo los derechos de todos. Lo anterior implica un alejamiento paulatino del poder político con la sociedad. Dicho aislamiento en el tiempo desemboca en una crisis económica, en la alternancia o en los casos más graves en la revolución.

Los controles de legalidad, tales como la adopción de procedimientos predecibles y verificables para la toma de decisiones, la independencia judicial para rectificar aquellos actos de autoridad tildados de arbitrarios o el combate a la corrupción, se van debilitando y figuran un deterioro constante de la legitimidad del grupo en el poder.

Hoy es más que evidente que Morena cuenta con apoyo popular suficiente para sostener la legitimidad política del régimen. Sin embargo, ha venido desmontando un aparato de control de la legalidad y de la integridad pública que abre el camino a los escenarios antes descritos. No podemos dejar de ver que hay un cansancio y una decepción con los sistemas democráticos. Flota la acusación de que la paralización de los actos de gobierno por órganos autónomos que tienen la responsabilidad de sostener la ley es ilegítima. No sólo México pasa por este trance. Solo hay que ver lo que está pasando en Estados Unidos, en donde la actual presidencia de Trump exige una concentración del poder para cumplir con sus promesas políticas.

No se puede negar que este desencanto en la democracia también descansa en errores de gobiernos anteriores. La reformulación del salario mínimo o el aumento en determinadas prestaciones sociales son herramientas válidas para abatir la inequidad que se vive en México. La pobreza es la herida más profunda de la República y su superación la tarea más importante del gobierno. Sin perjuicio de lo anterior, el régimen actual no ha controlado el tema central de la corrupción. Sin duda, existen políticos valiosos e íntegros que participan en la labor de gobierno.

Pero la persistencia de una estructura vertical, que concentra la capacidad de castigar y perdonar como mejor convenga, pone toda la responsabilidad de la integridad pública en la Presidencia de la República. La impunidad hoy se construye sobre la interlocución eficaz del corrupto con la autoridad central. El problema es que esto en el corto plazo puede traer aparejado estabilidad y permanencia política, pero en el largo plazo solo nos lleva a los escenarios antes descritos de crisis y violencia.

No olvidemos que la confianza en la integridad y la capacidad del gobierno son la verdadera herramienta para sostener la legitimidad del régimen y la productividad de los agentes económicos. México necesita crecer económicamente y fortalecerse socialmente. El estancamiento económico y el encono social solo pueden ser superados con la construcción de la confianza pública. Es ahí donde nos jugamos presente y futuro.

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