—¡Bienvenido de nuevo! —exclamó Claudia al ingresar al salón donde ya la esperaba Andrés Manuel—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos aquí.*
—Hola, Claudia —le respondió el expresidente poniéndose de pie y plantándole un sonoro beso en la mejilla—. Ya era hora de que tuviéramos otro encuentro en estas oficinas —respondió, y antes de sentarse de nuevo, levantó un retrato de la cubierta del trinchador donde ambos aparecen con las manos unidas en alto, el día que ella tomó posesión como presidenta de México. Dejó escapar un suspiro, regresó la fotografía a su lugar y se sentó de nuevo.
Tras un breve silencio, Claudia ocupó su lugar en la mesa redonda y reinició la conversación:
—Tienes razón. Nunca es igual por teléfono o video que en persona y me da mucho gusto verte tan bien. ¿Cómo ves las cosas?
—¿Que cómo veo? Han sucedido demasiadas cosas en los últimos meses y no han sido, precisamente, en favor del movimiento. Lo de Hernán nos pegó muy fuerte, sobre todo a mi hermano Adán; lo del huachicol involucrando a mis hijos, la guerra contra los mayos en Sinaloa, y ahora lo del señor del sombrero, Manzo, que está pegando con tubo.
—Pero hemos podido cambiar el discurso, Andrés. Esos hechos han golpeado al movimiento, pero no lo han desbalanceado —respondió Sheinbaum en el mismo tono defensivo que le aprendió a su acompañante—, antes de bosquejar un intento de sonrisa que se volvió mueca al notar el tono sombrío de su tutor.
—Has hecho un buen trabajo y me alegro de haberte convencido de que mantuvieras a Chucho a tu lado, ya que tiene todos los medios a la mano para crear cajas chinas y responder de inmediato para paliar una crisis —le contestó asintiendo con la cabeza—. Lo del tipo que te cachondeó fue…
—¡No quiero hablar de eso! —lo interrumpió la dama, llevándose el dedo índice a la boca, exigiendo silencio—. Fue muy incómodo y no le encuentro lo gracioso al asunto.
—Pues haiga sido como haiga sido, como dijo aquel desgraciado, gracias a lo que pasó, se ha hablado menos del asesinato en Uruapan y hasta muchas mujeres opositoras se solidarizaron contigo.
Una breve pausa, como resultado del tenso intercambio, fue interrumpida por dos toquidos en la puerta de servicio. El fiel Cienfuegos —coronel retirado que ya había cumplido siete años como el mesero de confianza del presidente en turno—ingresó al despacho con una elegante cafetera, tazas y un plato de galletas. Saludó afectuosamente al tabasqueño, quien le respondió con una breve sonrisa, le hizo una caravana a Claudia y se regresó por donde entró.
Tras un sorbo de café y un discreto mordisco a su galleta, Andrés reinició la conversación:
—Como sabes, ya terminé mi libro y estoy preparando una gira de promoción que tomará algunas semanas o meses, aunque tú sabes cuál es la verdadera intención de salir de Palenque. Si comenzamos la gira en enero, para el día de las elecciones contaremos con el apoyo de todo el país y ganaremos de calle. Allí no habrá conferencias de prensa, a menos que tengamos el control, como en las mañaneras. Habrá mucho público y nos verán más unidos que nunca.
El asombro de Claudia era inocultable. Ella era la presidenta y estaba totalmente sometida a las decisiones de su antecesor, pero no podía hacer nada por la ominosa sombra de la Revocación. Ella sabía que su predecesor tenía los pelos de la burra en la mano: si ella ganaba, habría sido por él; si perdía, él nombraría a su heredero como presidente interino y cambiaría la Constitución para permitir su reelección.
Él continuó como si nada:
—Elegí a Ramírez Cuéllar para que promoviera el adelanto de la Revocación de mandato, porque la gente lo considera un activo tuyo. Ricardo tiene órdenes estrictas de llevarla adelante a cualquier costo.
—Ya dije públicamente que estaba de acuerdo, pero ni siquiera te dignaste a preguntar mi opinión —le replicó ella en tono airado.
—¿Qué caso tenía? —respondió él—. Ambos sabemos que es una excelente idea. Además, ya no tendrás que preocuparte por nada, porque ya le pedí a Luisa María que se haga cargo de todo. Adonde vayamos irá el movimiento.
—¿Vayamos? —Lo cuestionó.
—Sí, eso dije. Quiero que me acompañes por algunas ciudades, aquellas en las que tenemos todo el control.
La presidenta, que no goza de talentos histriónicos, no logró disimular su franca molestia ante lo que estaba escuchando. En tono enfático le reclamó:
—Entonces, hablando en plata, Andrés, tú lo que quieres es volver a someterme públicamente para demostrar que sigues siendo quien toma las decisiones. Cada vez me tienes más atrapada y mi paciencia tiene un límite—. Decidió envalentonarse y soltó un misil teledirigido—. Recuerda que a ti y a los tuyos les sobran flancos débiles.
—Mira, Claudia —le respondió de inmediato hundiendo una mirada flamígera en los ojos enrojecidos de su entenada y alzó la voz, dejando salir algunos de esos gritos desgañitados y profundamente molestos a cualquier oído no acostumbrado a los chillidos y berridos de un rastro porcino—. Sabes que estoy convencido de que el poder no depende de una silla o de una banda tricolor. Querías ser presidenta y te hice presidenta; te di tres años de campaña y gastamos miles de millones en tu promoción, saltándonos las trancas del INE, que todavía no era nuestro, además de convencer a las otras corcholatas de simular campaña. Te recuerdo de nuevo que tú sola no habrías llegado ni a la esquina. Conocías las reglas y las aceptaste sin chistar. Ahora que ostentas lo que tanto soñaste, no me vengas con protestas absurdas. Después de asignar los puestos en el Congreso y en tu gabinete, ¿en serio creíste que me retiraría tranquilamente a Palenque a descansar? ¿Pensaste que confiaría en ti para dejar a salvo a mis hijos y sus amigos de las decenas de acusaciones de corrupción? Sé que te inspiro respeto y un profundo cariño, pero también estuve sentado en la Silla del Águila por seis años y reconozco los mareos que provoca. ¿Piensas que no te creo capaz de emanciparte y armarme un desmadre brutal para forzar mi exilio y el de mis hijos, tras acusarnos de cualquier delito, solo para defender tu propio pellejo? Entiéndelo de una buena vez: aquí mando yo y tú obedeces. No se te ocurra tocar a mis cuadros ni en el gabinete ni en el Congreso, y menos promover a tu secretario de Seguridad como tu sucesor, porque ese sitio ya está reservado. ¿Te quedó claro? —gritó golpeando la mesa con la palma de la mano.
Un silencio sepulcral cubrió el salón por unos segundos. La mandataria se mantuvo con la mirada gacha, los antebrazos recargados en la orilla de la mesa y los dedos entrecruzados. Lentamente alzó la mirada y justo cuando se disponía a hablar, su invitado volvió a gritar:
—¿Está claro, Claudia?
—Sí, Andrés —le respondió en voz apenas audible, mordiéndose los labios y agachando de nuevo la mirada.
—Me voy. Después le seguimos —dijo López Obrador, al tiempo de levantarse de la mesa y salir del salón por la puerta de servicio, sin despedirse de la presidenta constitucional de los Estados Unidos Mexicanos.
Al abrir la puerta, se alcanzó a ver la silueta de Cienfuegos, que lo esperaba como se espera al comandante supremo de las Fuerzas Armadas.
Al quedarse sola, Claudia se cubrió el rostro con las manos, que se humedecieron con algunas lágrimas. Tras un par de minutos se levantó de la mesa y murmuró:
—Esto no se va a quedar así.
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