“Los (y las) docentes latinoamericanos son profundamente conservadores, aunque se declaren marxistas en sus diversas ramas, o anarquistas. Cambian, en ocasiones, de vivienda, de pareja o de automóvil. De bibliografía, no cambian nunca” (Pierre Cazalis, director del Instituto de Gestión y Liderazgo Universitario -IGLU-, Quebec, Canadá, en entrevista personal).
Las inquietudes puestas en ejercicio en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), en ocasión del cambio de <<la persona que ocupa la rectoría general>>, además de mostrar buenas dosis de ignorancia, corresponden a los casi 51 años de la fundación de la institución; en realidad, la aprobación del Congreso de la Unión de la Ley Orgánica de la UAM y el Decreto Presidencial correspondiente, publicado en el Diario Oficial de la Federación (del que era director mi abuelo, Mariano D. Urdanivia y Bello), acontecieron en diciembre de 1973.
Se dice que la evaluación de una Institución de Educación Superior (IES) no debe adelantar vísperas y, por ello, no debiera intentarse antes de cumplir 25 años de operación. A grandes rasgos, la UAM comparte padecimientos -especialmente financieros- con casi la totalidad del resto de IES del país, salvo las que reportan una eficiencia terminal impresentable y han despilfarrado los recursos asignados para inversión, por ejemplo, en la compra de inmuebles inhabitables.
Las deficiencias que acompañan a la educación media superior, y que van de la ausencia del escrúpulo ortográfico y de comprensión de lo recién leído a la incapacidad de entendimiento de la lógica matemática, complican profundamente el
éxito universitario y parcialmente son -con otras propias de las mismas universidades- variables explicativas del fracaso escolar y de la deserción. Frente a estas realidades, se proponen extrañas “micro credencializaciones”, reconocimientos a una muy parcializada, inacabada <<cultura universitaria>>, al estilo de la Escuela Mexicana cuatroteísta, que en el plazo de 2 años y medio engrosa las, de suyos gruesas, filas de licenciados (cada vez peor) hechos en México.
Entre las perennes desgracias nacionales, el machismo y la violencia de género también aparecen en la UAM y, en el proceso sucesorio en curso, se muestran a plenitud. Entre los pendulares tratos que se han dispensado al tema, resalta la muy superficial (y del todo prescindible) traducción de la abultada normatividad al “lenguaje inclusivo”, pero en las aulas y demás espacios se sigue tratando a buena parte de las alumnas como inferiores a los varones. El saldo es la impronta de un feminismo más o menos presocrático y desmemoriado (En enero de 2019, por ejemplo, se cumplieron los 100 años del vil asesinato de Rosa Luxemburgo, sin la menor evocación por parte las feministas universitarias).
El principal problema, en mi opinión, se presenta en la planta magisterial. El encanecimiento, del que formo parte, y el adelgazamiento del compromiso educativo, si alguna vez existió, se combinan para ofrecer una docencia despojada de empeño y actualidad (Todavía, en economía de Xochimilco, se enseña el modelo IS-LM, al que su propio perpetrador, John Hicks, consideró inútil desde 1987); abunda el personal que, siendo de tiempo completo, imparte un solo curso, regularmente el mismo, por décadas y en solo 2 trimestres de los tres que componen el calendario uamero. Siendo considerablemente más joven que la UNAM, la UAM tiene un promedio de edad entre el personal docente más avejentado. No se percibe en el horizonte ninguna mejora en las condiciones de jubilación, como sí sucede en la UNAM, y la jibarización de los ingresos que acompaña a la jubilación, por lo menos, pospone la renovación de la planta docente.
Entre no pocos (y pocas) profesores, se procura confundir a la docencia con la información propia de escuelas de cuadros partidistas, confundiendo la libertad de cátedra con la sustitución de los planes y programas vigentes. No hay conocimiento o, en su improbable caso, memoria sobre el triunfo de Antonio Caso sobre Vicente Lombardo, en el que la victoriosa libertad de cátedra lo fue con orientación institucional.
En la historia de la UAM, no hay que olvidarlo, no hemos contado con ningún rector general memorable, se entiende que por eficaz; sí hemos tenido memorables por corruptos, como el doctor Salvador Vega y León, que colocó a un delincuente electoral a cargo de la gestión del presupuesto, entre otras irregularidades. Es un vicio de origen: el primero en ocupar el cargo, nombrado por el presidente Echeverría, combinaba su gestión, al frente de una universidad pública y laica, con la construcción de una Basílica y abandonó el cargo para convertirse en el propagandista en jefe de la campaña presidencial priista de 1976.
Abundan las opiniones en favor de mecanismos más democráticos de designación, sin proponer -como pasa en otras IES- la conformación diferenciada de una ciudadanía universitaria, para colocar la demagógica pretensión de una votación universal, secreta y directa; por lo pronto, serán las formas previstas en la Ley Orgánica las que se emplearán en este proceso.
Un gran pendiente, que no parece encontrar sitio en el cuerpo de propuestas de los aspirantes, es el del uso del predio (y de la construcción) de la desaparecida tienda de la UAM; un problema originado en los teóricamente inexplicables números rojos de aquel establecimiento y rematado por la respuesta punitiva de la autoridad.
Solo hay una aspirante femenina con amplio reconocimiento académico, que por su juventud puede mejorar mucho en lo relativo a la gestión, la Doctora Verónica Medina Bañuelos, y nunca hemos tenido una rectora general. En la autodenominada “Casa abierta al tiempo”, no estaría nada mal darnos esa oportunidad. Todavía es tiempo de honrar al lema universitario.