El asesinato de Carlos Manzo, presidente municipal de Uruapan, ocurrido el 1 de noviembre, cimbró a Michoacán y al país. Es el séptimo alcalde asesinado en la entidad en los últimos tres años y medio: Enrique Velázquez (Contepec), César Valencia (Aguililla), Guillermo Torres (Churumuco), Yolanda Sánchez (Cotija), Salvador Bastida (Tacámbaro) y Martha Mendoza (Tepalcatepec) lo precedieron. Las víctimas pertenecían a distintos partidos —PT, PVEM, Morena, PRI, PAN e incluso independientes—, lo que refleja que la violencia no distingue filiaciones.

En un estado donde están presentes numerosas organizaciones criminales como el CJNG, Cartel de Sinaloa, La Familia Michoacana y La Nueva Familia Michoacana; y grupos como Los Caballeros Templarios, Los Viagras, Los Cárteles Unidos o los Blancos de Troya, tanto la ciudadanía como las autoridades viven bajo amenaza. Sin embargo, hay una diferencia crucial: en el primer caso, se evidencia la incapacidad del Estado para proteger; en el segundo, que el control se le ha escapado de las manos. En el caso de Manzo, el mensaje es claro: para quienes intenten desafiar al crimen el costo será demasiado alto.

Como respuesta, la presidenta anunció el Plan Michoacán. En contextos de emergencia, como ocurrió en Cd Juárez en 2010 tras el asesinato de jóvenes en Villas de Salvárcar, en Michoacán, durante el surgimiento de las autodefensas en 2014, o en Guerrero en distintos momentos, es legítimo y necesario que el gobierno federal implemente planes especiales para restablecer la paz y la gobernabilidad. Sin embargo, la experiencia demuestra que su eficacia depende de una conducción territorial bien coordinada, del fortalecimiento de la seguridad local y de la cohesión social mediante procesos de diálogo y conciliación.

No puede repetirse lo sucedido con el plan de hace una década, que, pese a sus positivos resultados iniciales, se desvaneció en menos de dos años por falta de continuidad y recursos. El reto actual consiste en consolidar una coordinación efectiva entre los tres niveles de gobierno, presencia territorial constante, fortalecimiento de las policías locales, inteligencia operativa y articulación y corresponsabilidad con autoridades locales, sector privado y ciudadanía. Además, Michoacán no es un estado homogéneo, por lo que el operativo no puede ser uniforme. Debe durar varios años, con recursos sostenidos, estrategias adaptadas a cada región y un plan de salida que garantice la continuidad institucional una vez concluida la intervención.

En Michoacán el 60.3 % de los jóvenes entre 15 y 24 años no asiste a la escuela, el nivel educativo medio es de segundo de secundaria y más de un tercio de la población carece de acceso a servicios de salud. Ese contexto de exclusión y abandono explica parte del deterioro social que mantiene a miles de jóvenes atrapados en las adicciones y a muchos otros dispuestos a matar o morir. El caso reciente lo refleja con crudeza: el agresor, un joven de 17 años con adicción a las metanfetaminas, abatido durante el ataque.

La violencia sicaria que azota al país exige unidad y soluciones duraderas. La politización del dolor —alimentada por voces oportunistas como Lilly Téllez o Alito Moreno— solo genera división y distrae del problema real. A dos décadas del inicio de la llamada “guerra contra el narco”, y tras gobiernos del PAN, PRI y Morena, es evidente que la violencia trasciende partidos e ideologías. Mientras las élites se culpan entre sí, la ciudadanía vive cada vez con más miedo.

La postura de Carlos Manzo, que llegó a plantear la confrontación directa con el crimen, fue polémica, pero nació de un enojo legítimo: el hartazgo de una sociedad abandonada. Esa desesperación, respaldada por parte de la población, explica el apoyo que recibió y lo que vale rescatar de su legado.

El Plan Michoacán no puede ser un operativo más. Debe ser una política de Estado que combine justicia, desarrollo y reconciliación territorial. Solo así será posible recuperar la autoridad perdida y devolver a los michoacanos lo que más anhelan: vivir y producir sin miedo.

@EuniceRendon

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