Quienes lo han vivido, dicen que colgarse una medalla de oro en unos Juegos Olímpicos es, sin duda, la experiencia más grandiosa de sus vidas. Incluso, para algunos, significa mucho más que conquistar un campeonato del mundo en el boxeo profesional. Y no es para menos: los medallistas olímpicos relatan que pelear varios días consecutivos manteniendo el mismo peso es algo cercano a lo inhumano. Sin embargo, la gloria de ver ondear la bandera de tu país justifica todo sacrificio y esfuerzo previo.
En el caso muy particular de Óscar de la Hoya, su medalla olímpica tiene tintes dramáticos, pero también está cargada de romanticismo y de un amor eterno por su madre, quien fue —y seguirá siendo— su motor y su más grande tristeza. Y ya que menciono el amor eterno, me vienen a la mente dos frases de Juan Gabriel que, seguramente, acompañan siempre al “Golden Boy”: “Que tus ojitos jamás se hubieran cerrado nunca y estar mirándolos” y aquella otra que dice "tú estás siempre en mi mente.”
Me cuenta un veterano y legendario camarógrafo —además de buen amigo— llamado Agustín Juárez, que Doña Cecilia de la Hoya solía instalarse afuera de las oficinas de Univisión 34, en Los Ángeles, junto a su hijo, esperando a que alguien saliera para pedir una entrevista para él. Ella estaba convencida de que su muchacho sería la próxima gran estrella del boxeo mexico-americano.
Quién diría que el momento de la consagración olímpica de su “chamaco” ya no le tocaría en vida. Seguramente lo apoyó y abrazó desde el cielo, celebrando eso que solo una madre pudo ver.
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Óscar conquistó seis divisiones distintas y once campeonatos del mundo. El guerrero del Este de Los Ángeles conoció la gloria deportiva y el infierno de las tentaciones. Sin embargo, hoy ha demostrado que también se puede noquear a los demonios del alcohol y las drogas. Radicado en Las Vegas, vive seguramente su etapa más estable. Y aunque en ocasiones sacude las redes sociales con su estilo particular, se le nota más libre, más pleno y más feliz que nunca.
Cuando inicié este escrito mencioné que ni él mismo sabe lo que vale, y es que, en mi opinión, Óscar puede convertirse en el promotor más importante en la historia del boxeo mundial. Aprendió del mejor, Bob Arum, pero ya es momento de que reciba la estafeta y dé ese golpe de autoridad sobre la mesa. No olvidemos que al “Golden Boy” le corre sangre mexicana y estadounidense por las venas, y es querido y reconocido en los dos mercados más importantes del boxeo.
No tengo la menor duda de que Óscar de la Hoya aún no ha tocado la cima como promotor. Tiene un brillante futuro por delante, pero con todo respeto, necesita sentarse a solas con él mismo, comprender quién es y recordar que el público más importante —junto con sus peleadores— son los mexicanos y sin ellos el boxeo no existe.
Ojalá Óscar pronto se dé cuenta de su verdadera grandeza —y recuerde— que su majestuosa carrera no se entiende sin el amor y la fe de Doña Cecilia de la Hoya, quien siempre supo que su hijo había nacido para ser grande… Y para ser bueno.







