En México, la violencia obstétrica se ha vuelto tan común que muchas veces no la reconocemos como tal. La hemos normalizado al punto de creer que ser maltratadas por el personal médico durante el embarazo, parto, o posparto es solo “parte del proceso”. Pero no lo es.
Los datos lo demuestran. La ENDIREH 2021 reveló que 1 de cada 3 mujeres de entre 15 y 49 años fue víctima de algún tipo de abuso o maltrato en el contexto de su atención gineco-obstétrica. El problema no distingue nivel socioeconómico: El 43.5 % de las mujeres atendidas por personal médico en instituciones privadas también reportaron violencia obstétrica. Desmintiendo el mito de que solo en hospitales públicos sucede.
La encuesta revela prácticas alarmantes: a 17.2 % no se les permitió estar acompañadas durante el parto, al 10.6 % les gritaron o regañaron, y al 9.9 % las presionaron para aceptar métodos anticonceptivos que no querían, y, al 8.5 % no les informaron sobre lo que les hacían ni pidieron su consentimiento.
Estos datos no solo son preocupantes, sino que muy probablemente estén subestimados, ya que muchas mujeres ni siquiera identifican que fueron violentadas. No se trata solo de una cuestión estadística, sino de cómo hemos aprendido a normalizar el maltrato en los espacios de atención médica, especialmente cuando se trata de mujeres. Lo que debería ser una experiencia de acompañamiento y cuidado, se convierte con frecuencia en un entorno hostil, invasivo y despersonalizante.
Más allá de las cifras, lo más grave es cómo hemos aprendido a minimizar estos hechos. En mi experiencia como abogada representando a mujeres que han sufrido este tipo de violencia, escucho una y otra vez frases como: “Quizás esté exagerando”, “a lo mejor así tenía que ser”, o “quizás no fue para tanto”. Esa es, justamente, una de las manifestaciones más peligrosas de la violencia obstétrica: nos han convencido de que debemos aguantar, de que somos débiles si nos quejamos, y que cuestionar al personal médico es ser malagradecida o ignorante.
Una de las confusiones más comunes al hablar de violencia obstétrica es pensar que violencia obstétrica y negligencia médica son lo mismo. No lo son. La violencia obstétrica puede existir aunque el procedimiento médico sea técnicamente correcto. Por ejemplo, un tacto vaginal repetido sin consentimiento, promover una cesárea cuando existan condiciones para un parto vaginal, negar la presencia de un acompañante sin justificación, o hacer comentarios humillantes que avergüencen o culpen a la mujer por su dolor, es violencia aunque médicamente no exista ningún error o negligencia. La negligencia médica, en cambio, puede ser una falla técnica o un error profesional sin intención de humillar o dominar. Pero la violencia obstétrica es una forma de violencia de género que se manifiesta en el cuerpo de las mujeres específicamente durante el embarazo, parto o puerperio.
Uno de los problemas más graves es que la violencia obstétrica está institucionalizada. No es el resultado de un médico en particular, sino de prácticas que se repiten sistemáticamente y que el propio personal de salud muchas veces no identifica como violencia. Para muchas mujeres, el parto no solo deja una huella física, sino emocional y psicológica. Es una experiencia que puede ser profundamente traumática si no se respeta su dignidad. Y lo más grave es que, al normalizar ese trauma, al no nombrarlo, al no denunciarlo, se perpetúa. Por eso, es urgente visibilizar la violencia obstétrica como lo que es: una forma específica y sistemática de violencia de género. Y es igual de urgente generar herramientas para que las mujeres puedan identificarla y combatirla.
Combatir esta violencia implica, no solo que como mujeres conozcamos nuestros derechos y qué hacer si nos encontramos en una sitaución así. Implica también capacitar al personal médico en perspectiva de género, modificar los protocolos institucionales, garantizar el consentimiento informado en todo momento, y sobre todo, dejar de asumir que el cuerpo de la mujer es un territorio disponible para ser intervenido sin límite. Implica acompañar jurídica y emocionalmente a las víctimas, ofrecerles información clara, herramientas legales, apoyo psicológico, y reconocer el daño que se les ha causado.
Hablar de violencia obstétrica no es exagerar. Es nombrar lo que ha sido invisibilizado durante demasiado tiempo. Es reconocer que no todo lo que nos pasa en los hospitales es normal, aunque nos hayan enseñado a aceptarlo como parte del proceso. Es afirmar que el cuerpo de las mujeres importa, y que el derecho a una atención digna, respetuosa y libre de violencia debe ser la regla, no una excepción. Porque solo cuando dejemos de minimizar lo que nos pasa, podremos transformar el sistema que lo permite. Y solo entonces, el parto, -así como los momentos previos y posteriores-, dejarán de ser una experiencia de miedo, y podrán volver a ser lo que siempre debieron ser: un momento de vida y dignidad.