Como está ocurriendo ahora, cuando las autoridades de Estados Unidos han endurecido su política en contra del acceso de drogas a su territorio, gran parte de esos productos narcóticos termina permaneciendo en suelo mexicano. En este contexto, los grupos criminales aprovechan la disponibilidad de droga para crear una demanda local y redirigir su venta hacia consumidores nacionales, lo cual genera una expansión de los mercados internos de estupefacientes y, al mismo tiempo, incentiva la disputa violenta por el control de las plazas entre organizaciones rivales.

PARTE II

Persistir en la inercia es inviable. Una política moderna debe diferenciar frentes y secuenciar prioridades. En justicia, urge superar el atajo del arresto en flagrancia que alimenta la “puerta giratoria”. Hay que cumplir el sentido de la reforma de 2009: consolidar unidades especializadas de narcomenudeo en las 32 fiscalías estatales, con estándares probatorios acordes al sistema acusatorio. Estas células deben integrarse con la inteligencia financiera local (UIPEs): el objetivo es seguir el dinero, desarticular redes de lavado y mapear la cadena de valor para identificar “jefes de plaza” que capturan rentas, en lugar de concentrar esfuerzos en “halcones” prescindibles.

Pero ninguna estrategia punitiva funcionará sin una ofensiva sanitaria acorde con el mandato de 2009. Se requiere inversión sostenida en prevención basada en evidencia en escuelas y comunidades, y acceso universal y gratuito a tratamientos de adicciones con enfoque de derechos. Frente al fentanilo, la prioridad es adoptar medidas de reducción de daños: equipar a primeros respondientes con naloxona para revertir sobredosis, desplegar programas de educación de riesgos, y asegurar protocolos de referencia inmediata a servicios de salud. Cambiar el paradigma significa dejar de criminalizar a las juventudes como infractores y atenderlas como lo que son: víctimas principales de un mercado depredador.

El componente sanitario debe coordinarse con seguridad y justicia mediante mesas permanentes de caso y territorio, intercambio de datos epidemiológicos y criminales, y objetivos comunes verificables. La inteligencia financiera ha de conectarse con patrones clínicos (por ejemplo, picos de sobredosis) para orientar intervenciones; a su vez, la persecución penal debe apoyarse en indicadores de daño social, no solo en conteos de aseguramientos.

México no puede sostener una respuesta fragmentada ante un fenómeno que desarticula su cohesión social y compromete su futuro demográfico. El tiempo de políticas desequilibradas y promesas incumplidas terminó. La única vía viable es una estrategia dual: persecución penal selectiva y de alto impacto, e intervención sanitaria compasiva y masiva. Solo así se podrá contener la letalidad del fentanilo, enfriar las disputas locales por mercados y rescatar a una generación atrapada entre la necesidad, la cooptación criminal y la indiferencia institucional.

Esta es la encrucijada: o seguimos administrando el desastre con inercias que multiplican víctimas, o construimos —con rigor técnico, financiamiento estable y coordinación inédita— un sistema que desincentive la oferta violenta, reduzca la demanda con ciencia y devuelva a las juventudes oportunidades reales de vida. La elección, y el costo de posponerla, ya no admiten ambigüedades.

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