Bernardo Bravo era la voz de los productores de cítricos en Michoacán. Durante meses, denunció que vivían “permanentemente secuestrados” por las cuotas del crimen organizado, hasta que fue asesinado. Irma Hernández era una maestra jubilada que manejaba un taxi en Veracruz. Fue secuestrada y obligada a grabar un video para intimidar a sus compañeros taxistas; su cuerpo fue encontrado con señales de tortura. Son sólo dos casos entre miles, la mayor parte sin denunciar.
La extorsión en México representa una economía criminal de 26 mil millones de pesos al año: un impuesto que no cobran las autoridades, sino los criminales. En los primeros seis meses de 2025 se registraron casi 6 mil víctimas de este delito: un crecimiento de más de 80% en la última década. Más de una víctima cada hora. La mayoría prefiere callar pues denunciar es más peligroso que aceptar las condiciones de los grupos delictivos. En algunas regiones, esos grupos han desplazado al Estado: cobran cuotas, otorgan permisos, regulan precios, deciden quién trabaja y quién no.
El martes pasado, en la Cámara de Diputados se aprobó la Ley General para Prevenir, Investigar y Sancionar los Delitos en materia de Extorsión. Homologa el tipo penal a nivel nacional, establece penas de 6 a 15 años de prisión, contempla más de treinta agravantes específicas —desde el cobro de “derecho de piso” hasta la extorsión con violencia física—, crea un centro de atención especializado y determina que el delito se perseguirá de oficio. Sin duda, en el texto, es un ordenamiento ambicioso.
En la realidad, es apenas un primer paso que inevitablemente será insuficiente. Sigue por el mismo camino que el Congreso Federal ha recorrido antes con delitos como el secuestro, la trata de personas o la desaparición forzada. Lamentablemente, las desapariciones alcanzaron un máximo histórico en la administración pasada, los casos de secuestro prácticamente se han duplicado durante la vigencia de la ley en la materia.
En suma, la brecha entre la ley y la realidad se extiende aún más porque el oficialismo decidió no garantizar recursos adicionales para las autoridades que serán responsables de prevenir, investigar y sancionar los casos de extorsión. De hecho, la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana recibirá un presupuesto menor el próximo año. Se crean nuevas atribuciones, pero no se otorgan los recursos necesarios para hacerlas realidad. Se establecen penas más severas, pero no se atacan las causas estructurales que permiten al crimen organizado extorsionar a casi cualquier persona.
Quizá lo más grave es la contradicción de fondo. Mientras en el Congreso aprobamos nuevas leyes contra la extorsión, el oficialismo desmantela simultáneamente los mecanismos que tenemos para defendernos de ese y otros delitos.
La reforma judicial, por ejemplo, abrió las puertas de juzgados y tribunales a personas sin experiencia ni conocimientos —algunos exhibidos constantemente por su ignorancia jurídica o su falta de atención a los asuntos que resuelven— que ahora deberán interpretar tipos penales más complejos. Las reformas la Ley de Amparo debilitaron ese instrumento de protección de nuestros derechos. Es irónico: legislamos contra la imposición violenta; pero, al mismo tiempo, se erosiona el Estado de derecho y se eliminan las herramientas que permiten contener legalmente la violencia. Sin amparo efectivo, sin jueces profesionales, sin instituciones autónomas, se normaliza la “ley del más fuerte”: precisamente el mismo principio que rige la extorsión.
En ese escenario, pretender que nuevas disposiciones penales serán suficientes para combatir la extorsión es, en el mejor de los casos, ingenuo. La lucha contra la extorsión exige recuperar territorios, eliminar las fuentes de financiamiento criminal, combatir el reclutamiento forzado, proteger a quienes denuncian. Exige capacidades institucionales, recursos, coordinación. Y un principio mínimo: que nada ni nadie esté por encima de la ley.
Sin embargo, la lógica que subyace a la extorsión se normaliza como una forma de hacer las cosas: permea incluso en la manera de entender el ejercicio de gobierno. Se obliga por la fuerza para no resolver por el derecho. La extorsión prospera porque la autoridad está ausente; pero también porque, a veces, adopta sus propios métodos: el poder por encima de la norma, la imposición antes que la negociación; la justicia subordinada a la conveniencia política. No habrá ley que funcione mientras haya gobiernos que normalicen lo que pretenden combatir.
Diputada federal

