En alguna ocasión, durante mis años de educación básica, un profesor me lanzó la clásica pregunta sobre cuáles eran los tres Poderes de la Unión. México, había dejado claro —al menos en el papel— que su estructura política descansaba en la división del poder. Desde hacía décadas se había establecido la regla: ningún individuo o grupo podía concentrar más de un poder sin vulnerar el sistema.

Yo, chamaco y aplicado, respondí con orgullo que el Poder Soberano se dividía en Legislativo, Ejecutivo y Judicial… ¡y que el presidente era el jefe de todos! Así no se enseñaba en la escuela, pero así se vivía en los hechos.

Eran los tiempos de los poderosos Tlatoanis priistas. Y sí, lo que ordenaba el mandatario en turno era lo que terminaba ocurriendo. No había misterio.

Traigo esta anécdota a colación por la extraña destitución —no me hagan reír llamándole “renuncia”— del fiscal Alejandro Gertz Manero.

La salida de Gertz confirma algo que todos sabemos, pero que a veces fingimos olvidar: en México la división de poderes es más aspiración que realidad. El fiscal general llegó bajo el discurso de la “autonomía”, pero gobernó como se gobernaba en los setenta: obedeciendo al jefe político que lo nombró. Y cuando dejó de ser útil, lo removieron con la misma facilidad con la que antes se le protegió.

No hubo una explicación seria. Solo una absurda carta sin razones de fondo, un nombramiento diplomático usado como cortina y un Senado alineado operando en fast track. Todo tan burdo que ni siquiera se tomaron la molestia de disfrazarlo. Lo que vivimos no fue una renuncia: fue un ajuste de poder.

Muchos columnistas coincidimos en algo esencial: el problema no solo era Gertz, sino la estructura que lo hizo posible. Un fiscal que actuó más como operador político que como garante de justicia; una institución que nunca logró sacudirse la lógica de la vieja PGR; y un sistema donde las lealtades y las venganzas personales (pregúntenle a su familia política) siguen pesando más que la ley. Gertz fue síntoma, no excepción.

Lo verdaderamente interesante está en otro lado. Su caída no solo despeja un espacio institucional: abre una pista política donde aparece, inevitablemente, Omar García Harfuch. No porque aspire a ser fiscal —no lo necesita— sino porque este reacomodo fortalece su papel como operador central del modelo de seguridad que se está construyendo desde Palacio Nacional.

García Harfuch es hoy la pieza más funcional del rompecabezas. Tiene narrativa, presencia, lealtad y un historial que el oficialismo puede presumir. No es un ideólogo ni un cuadro de partido: es un ejecutor eficaz que entiende los ritmos del poder y sabe leer dónde se toman realmente las decisiones. Y eso, en este momento, vale más que cualquier diseño institucional.

El episodio Gertz también muestra hacia dónde se mueve el régimen. Lo que vemos es la consolidación de una lógica de poder vertical. En ese tablero, Harfuch encaja perfecto: es el puente entre la narrativa de seguridad, la estructura operativa y la legitimidad pública que el gobierno necesita mantener.

Y mientras algunos se distraen discutiendo si la Fiscalía será más o menos autónoma —como si eso dependiera del nombre de su titular— el verdadero juego ocurre en la articulación del poder supremo.

Ahí, Harfuch está llamado a ocupar un lugar más alto, a coordinar desde arriba lo que antes se ejecutaba desde abajo. Su ascenso es el siguiente paso lógico de un sistema que concentra, depura y acomoda a sus piezas sin perder control del tablero.

En un entorno donde la política se mueve por lealtades cambiantes, Harfuch avanza por resultados. Si este reacomodo confirma su rol central en el modelo de seguridad, la pregunta es otra: ¿tendrá el Estado la voluntad de convertir su eficiencia en política pública, incluso si eso implica ir en contra de los suyos?

POSTDATA - No deja de sorprenderme la bajeza moral del senador Fernández Noroña. Se necesita no tener escrúpulos para llamar “ultraderechista, fascista y ambiciosa” a Grecia Quiroz, alcaldesa de Uruapan y viuda de Carlos Manzo, asesinado hace apenas un mes. Convertir el dolor ajeno en combustible político —y en clicks para su canal de YouTube— no solo lo exhibe: lo desnuda por completo. Hay límites que la política no debería cruzar. Él los sigue cruzando.

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