Con antelación a dar respuesta a esa pregunta, desdoblando el acrónimo gracias a los adjetivos calificativos correspondientes, habría que cuestionarnos: ¿qué es la inteligencia? En una proclama intitulada: “Mainstream Science on Intelligence” (1994), un grupo de 52 investigadores la definió como “una capacidad mental muy general que, entre otras cosas, implica la de razonar, planificar, resolver problemas, pensar de forma abstracta, comprender ideas complejas, y aprender rápidamente y de la experiencia… refleja una más amplia y profunda capacidad de comprender aquello que nos rodea: “comprender”, “dar un sentido” a las cosas o “entender” qué hacer”. A la luz de esta definición, ¿es la IA, inteligencia?

Así como se dice que son múltiples los caminos que llevan a Roma, también son diversos los senderos que nos aproximan a la IA o que parten de ella. La revista “Letras Libres”, en su edición de este mes, aborda el tema desde distintos ángulos.

En su ensayo intitulado “IA: ingenio acumulado”, Dardo Scavino nos señala que ésa debería ser la expresión detrás del acrónimo, en vez de la de “inteligencia artificial”, dado que “la IA puso en evidencia que el ingenio es la auténtica fuente de riqueza y que este ingenio es colectivo”. Asimismo, traza un parangón entre la revolución industrial y la revolución que ha traído consigo la IA: la primera “no consistió solamente en la capacidad técnica para transformar combustible en movimiento (es la actividad de los motores), sino también órdenes en operaciones (es la tarea de las máquinas)”, con el consiguiente desplazamiento de los trabajadores que, ordinariamente, hacían las labores de unos y otras: “el capitalismo industrial fue, antes que nada, eso: la sustitución del ‘savoir faire’ tradicional de los artesanos por el saber técnico-científico de los ingenieros”.

Por su parte, en el marco de la revolución de la IA, Scavino distingue dos tipos: la simbólica o cognitiva, programada por una persona (‘inference engines’); y, la que podríamos denominar aprendizaje profundo (“deep learning”), en la que las máquinas “imitan el funcionamiento de las conexiones neuronales del cerebro y proceden por inducción: ellas mismas infieren las reglas o las generalidades gracias a la absorción de millones y millones de casos”, sin haber sido programadas para ello. Así, trayendo el pensamiento de Marx al terreno de la revolución de la IA, Scavino señala que, “a medida que el capitalismo avanza, ese trabajo altamente calificado se vuelve más importante para generar riqueza que el trabajo manual descalificado de los operarios…. Solo que, para Marx, ese trabajo intelectual no proviene de tales o cuales individuos, sino del ‘general intellect’: la inteligencia colectiva. Y es lo que sucede hoy con la IA: esta no funcionaría si no fuese alimentada con la inteligencia acumulada en los monumentales ‘data centers’… Con la IA, el programador individual es reemplazado por el ‘general intellect’”.

Y, yo añadiría, no sólo el programador, sino cientos de miles de empleados y trabajadores que, por la naturaleza de sus labores, pueden ser reemplazados por la IA, lo que plantea dilemas éticos y jurídicos insoslayables, aparejados a los que se deben plantear, en este último supuesto, desde la óptica de los derechos de propiedad intelectual.

Maestro en Ciencias Jurídicas

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